sábado, 2 de marzo de 2013

Ciclo de Conferencias. PARADOJA o las encrucijadas de la razón



EN LA BIBLIOTECA PÚBLICA PILOTO - TORRE DE LA MEMORIA - MEDELLÍN
EVENTO ORGANIZADO POR LA FACULTAD DE ARTES Y HUMANIDADES DEL ITM Y LA FACULTAD DE EDUCACIÓN DE LA UPB
DE MARZO A OCTUBRE DE 2013

MIÉRCOLES CADA 15 DÍAS EN LA BIBLIOTECA PÚBLICA PILOTO. 6:30 P.M

PROGRAMACIÓN:



MARZO 6 /
DOXA Y PARA-DOXA. INICIO DE LA DISCUSIÓN.

JUAN GONZALO MORENO



MARZO 20 /
PARADOJA, OXÍMORON Y ANTINOMIA EN EL MUNDO MEDIEVAL.
 

GONZALO SOTO 
(CENTRO CULTURAL FACULTAD DE ARTES UdeA - CARLOS E. RESTREPO)


ABRIL 3 /
PARADOJA Y EL PROBLEMA DEL SER. PARMÉNIDES Y HERÁCLITO.

MARÍA CECILIA POSADA


ABRIL 17 /
PARADOJA COMO ZEITGEIST DE LO CONTEMPORÁNEO.
 

JORGE ECHAVARRÍA


MAYO 8 /
PARADOJA DEL ORIGEN. TENSIONES ENTRE TÉCNICA Y NATURALEZA.

LUÍS ALFONSO PALAU

 

MAYO 22 /
PARADOJA Y RELATIVIDAD.

ALONSO SEPÚLVEDA


JUNIO 5 /
PARADOJAS LÓGICAS, MOEBIUS Y DEMÁS RAREZAS.

JUAN DIEGO VÉLEZ


AGOSTO 14 /
PARADOJA DEL SENTIDO.

JUAN GONZALO MORENO


AGOSTO 21 /
PARADOJA DE LA ANACRONÍA EN LA HISTORIA DEL ARTE
.
JAIRO MONTOYA


SEPTIEMBRE 4 /
LEWIS CARROLL. LA PARADOJA EN EL ESPEJO.

RODRIGO PÉREZ


SEPTIEMBRE 18 /
I. CALVINO Y J.L. BORGES. PARADOJA Y LABERINTO.

MANUEL BERNARDO ROJAS


OCTUBRE 2 /
FRANZ KAFKA. PARADOJA Y LA SINCRONÍA DE LOS OPUESTOS.

JUAN DIEGO PARRA.


OCTUBRE 16 /
ALAIN ROBBE-GRILLET. PARADOJA Y LOS EFECTOS DE SUPERFICIE.
 

JUAN GONZALO MORENO


OCTUBRE 30 /
J. CORTÁZAR. JUEGO Y PARADOJA.

ELENA ACOSTA  

(CENTRO CULTURAL FACULTAD DE ARTES UdeA - CARLOS E. RESTREPO)





viernes, 8 de julio de 2011

LOST: LA URDIMBRE SIN TRAMA. Parte 2


Por Juan Diego Parra V.


3. Lost y la trama abortada

De las múltiples sub-tramas (que, como dijimos, nunca llegan a ser una trama) la más contundente es la que se refiere en el título de la serie: Perdidos. Al fin Jacob explica que ha llevado a la Isla a personas que, en su mundo, estaban perdidas. El sentido del Perdido va más allá del extravío: para la serie significa errancia, abandono, soledad, vagabundeo, destierro. Precisamente así son los personajes de Lost. Mas estos términos están íntimamente ligados al sentido mismo de lo insular. La Isla es la gran figura del desvarío y el desprendimiento. Como lo analiza perfectamente Gilles Deleuze, desde la geografía podemos considerar dos tipos de islas: las continentales, islas desprendidas de una tierra mayor y las oceánicas, surgidas de las profundidades luego de procesos milenarios de sedimentación. Las primeras son derivaciones, las segundas son originarias. Las islas continentales revelan una pérdida, una fragmentación, una amputación. Las oceánicas se presentan como un nacimiento, emergencia,  generación. Sin embargo, para los hombres que las habitan, ambos tipos de islas son imagen del desarraigo. Los hombres llegan a toda isla imitando el movimiento de separación continental, aunque lleguen a una isla oceánica. Toda isla para todo hombre está, así, abandonada, desierta, ella es consecuencia de la gran catástrofe o bien víctima posible de la gran tragedia: es amputación de tierra, tierra derivada y a la deriva, cuando es continental; cuando es oceánica es tierra inundada o a punto de serlo, naufragio que sale a flote pero que pronto será reclamado por el mar al que pertenece. Precisamente allí, en una isla, comienza toda la mitología de Lost. Quizás el verdadero problema de toda la serie puede ser determinar si la Isla tiene características oceánicas o continentales. Veamos.

La historia de Lost presenta un mundo ancestral, mucho más lejano que la propia antigüedad. Un mundo en el que hombres y dioses aún no se distinguían, mundo originario. Sólo que este mundo-origen se presenta con una imagen derivada de la Tierra, es decir, una Isla: esto significa que a través de la imagen de la Isla tenemos la imagen misma de la Tierra, a escala micro por supuesto. Deleuze plantea que toda isla es como un huevo, un hábitat que se cierra al exterior, pero también se ve amenazado por él. Todo en la Isla ocurre hacia adentro y todo en función embrionaria, y desde adentro todo se rompe y la Isla-huevo se destruye o se hunde. Por esto toda Isla está abandonada (en acto o en potencia), ella misma es abandono, sobre ella se cierne la tragedia, el estado de sitio insular es la catástrofe, toda Isla está a punto de sucumbir. En Lost la relación Isla-Catástrofe es intensa a lo largo de la serie. Por otro lado, ninguna Isla debe ser encontrada por un hombre, pues cuando éste la encuentra sobre él cae la maldición de la Isla, es decir, la Soledad y el Destierro. Precisamente lo que les ocurre a los personajes de Lost. El hombre insular está siempre atrapado en el huevo que le impide salir y todo huevo es límite de desarrollo. El hombre insular es embrión eterno que tiene ante sí el gran desierto acuático (el agua de mar es infecunda para la tierra, es tierra estéril, desierto). Todos los personajes de Lost viven esta situación: han llegado por una catástrofe (un naufragio o un accidente de avión) y se aprestan a enfrentar otra (el hundimiento y/o destrucción de la Isla). Sobre este eje parece sostenerse argumentalmente la serie, como sabremos sólo hasta el final de la última temporada, donde el carácter mitológico y místico se apropia definitivamente de la estructura narrativa. Los personajes son, entonces, sobrevivientes de una catástrofe individual cuyo destino será impedir la catástrofe colectiva. Siempre están en estado embrionario, de indeterminación. De lo que se trata, como para todo náufrago, todo sobreviviente, es de “vivir para contarlo”.

En este sentido Lost es una serie de aventuras, una serie de viajes (espaciales y temporales), viajes al interior-psíquico y al exterior-geográfico, viajes sin rumbo y de errancias interminables. Todos los tipos de hombre y de viaje renacen tras la catástrofe: el redimido (Locke: hombre que huye de sí para llegar a sí), el escéptico (Jack: hombre empeñado en no reconocer su destino), el ilusionista (Sawyer: hombre de los mundos infinitos, capaz de reinventarse siempre, pero a riesgo de perderse para siempre), el torturador (Sayid: el hombre de la verdad absoluta, el de la solución final, el de los fines sobre los medios), el creyente (Hugo: el eterno afirmador, el niño –quien al final será el protector de la Isla), el fugitivo (Kate: línea sin rumbo, eterno escape, separación irredimible e histérica. Kate es la imagen perturbada de la Isla). Todos forman, unidos, la conciencia de la Isla. Un poco como lo que ocurre en Viernes y Los limbos del Pacífico de Michel Tournier, donde Robinson es el estado conciente de la Isla, ya no iluminada por la razón como en el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, sino emanante de luz. En Lost, precisamente, el centro de la Isla es una fuente de luz (o energía). Los Perdidos aparecen así como la forma dinámica de la Isla.  Y a través de ellos se recrea la mitología argumental, es decir, la búsqueda de orígenes y causas constitutivas. La primera y segunda temporadas de la serie saben tramar de manera brillante toda esta constitución mítica: la aparición del humo negro, los descubrimientos de la cueva y sus cadáveres, las escotillas, Los Otros, los susurros, las imágenes de muertos. De lo que se trata es que la Isla, a través de sus habitantes, se haga conciente de sí misma desde sus propios secretos atávicos y exija ser explicada, re-creada. Como toda Isla es renacimiento post-catástrofe, no origen sino segundo origen y recomienzo, en la Isla de Lost las cosas siempre vuelven a comenzar. Y esta es la explicación que da al final Jacob a sus candidatos: son candidatos porque todos están perdidos y deben volver a comenzar. Pero ningún comienzo parte de la nada: siempre se comienza con los restos del último naufragio y es allí donde el ciclo se activa, hasta la conclusión en una nueva catástrofe: “vienen, pelean, destruyen, corrompen. Siempre acaba igual”, les dice la Madre adoptiva a Jacob y su hermano. Y es precisamente lo que ocurrirá luego con la Iniciativa Dharma, hecho que nos hace suponer que esto siempre habría pasado cíclicamente: un grupo de hombres que buscan intervenir el carácter sagrado de la Isla y terminan siendo expulsados o asesinados por ella (o la fuerza que la circunda). Quienes construyeron la estatua de cuatro dedos, aparentemente una diosa egipcia de la fertilidad, seguramente sufrieron este destino, como los antiguos atlantes que según los relatos griegos fueron castigados por su soberbia. Como fueron castigados los constructores de la torre de Babel, como fue castigado Prometeo, como fue castigada la Tierra durante Noé. Todo es diluvial, regeneramiento, purga. Tal destino implicó a la Iniciativa Dharma precisamente: ser purgados y/o expulsados. Y de hecho, en su sentido más prístino y constituyente, la Isla misma sería el lugar donde se purga, un purgatorio. Si Stephen King no se hubiera adelantado con su diagnóstico quizás Lost hubiera podido ser una gran trama, pero la necesidad de los escritores por contradecir esta teoría del purgatorio avalada por King, derivó en una construcción artificiosa, puro urdimbre. La Isla fue el gran elemento filosófico de la serie y a su alrededor giraron los temas constitutivos de la reflexión, pues todo hombre espontáneamente se pregunta por el mundo y, como dice Derridá, “no hay mundo, sólo islas”.


4. Lost y ¿un nuevo tipo de televidente?

Dos tipos de espectadores vieron Lost. Quienes se interesaron en el recurso melodramático de las relaciones inter-personales de los personajes y los que quisieron elucubrar con el carácter mitológico que presentaba la Isla como personaje. De hecho todo apuntaba a que la trama de Lost sería, precisamente la que conectara con el interés mitológico. Un intento ambicioso y heroico de unir ciencia y religión, pragmatismo y misticismo, sin recurrir a figuraciones metafísicas. El intento presentó momentos brillantes e ideas geniales que al final fueron una gran promesa incumplida. En el último apartado pondré algunas preguntas inconclusas que impiden el carácter de trama a la serie. Lo que ahora vale decir es que la lúcida puesta en escena de la figura mística de lo insular hace de Lost un punto de referencia filosófica para distintos análisis que se emprendan desde la inquietante figura de Robinson, el gran mito de la Modernidad kantiana, sujeta a la profunda reflexión de Michel Tournier (en el mencionado libro Viernes y Los Limbos del Pacífico) y la caótica intervención kafkiana desde su usual genialidad en el cuento La Construcción. La Isla es, como dice Deleuze, la gran imagen “de un hombre extraño, absolutamente separado, absolutamente creador, en definitiva una Idea de hombre, un prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería casi una diosa, un gran Amnésico, un Artista puro, conciencia de la Tierra y del Océano, un enorme ciclón, una hermosa hechicera, una estatua de la Isla de Pascua”[1]. En una Isla todo movimiento es movimiento primario, de renacimiento y reconstrucción, y quizás esto determinó la creciente popularidad de la serie, desde una estructura neo-mitologizante, acudiendo a preocupaciones colectivas acerca de los orígenes dentro de un sistema complejo. El observador de Lost alcanzó a sentirse un poco filósofo, interesado en problemas constitutivos del ser humano: ¿dónde estamos, de dónde venimos, hacia dónde vamos?, sintiendo que cada pregunta generaba un grado mayor de complejidad y lo alejaba cada vez más de la posible respuesta. En este sentido Lost alcanzó dimensiones filosóficas y supo articular a través de estructuras rígidas del soporte televisivo un cúmulo de preocupaciones latentes de individuos indiferenciados tras expectativas de rating. La serie sugirió así quizás un nuevo tipo de televidente, uno desconocido, oculto tras las formas pasivas del consumo inercial; logró convencer al consumidor de que era un detective, un hermeneuta, un filósofo. No podríamos decir, desde luego, que la artificiosa resolución de la historia aborte esta pulsión hacia lo visual-hermenéutico, pero ahora mismo el decreciente interés por la serie en los múltiples foros, parecen corroborar el carácter de simple entretenimiento del producto. Al terminar Lost, sus televidentes quizás quieran correr despavoridos hacia “otra cosa para ver”, más allá de dedicar parte de su tiempo a la resolución de los enigmas que les mantuvieron en vilo durante seis años. Así, muy a pesar de la idea de Eco en torno a la opera aperta, Lost consiguió cerrarse sobre sí misma en un final auto-complaciente, sin dejar mucha posibilidad para la interacción con su público. Muy diferente a lo ocurrido con Twin Peaks, para los seguidores de Lost, la serie realmente terminó, los personajes realmente murieron, por lo cual parecería que no hay nada más qué decir.

5. Lost y los enigmas irresolutos (mis 25 preguntas a Lost)

A continuación y porque es inevitable en prácticamente todo artículo sobre la serie, una lista de preguntas que nunca fueron debidamente respondidas en los seis años de emisión:

1. ¿Cuál era el significado de los Números? Sabemos que su enigma se da porque Hugo los considera malditos y porque aparecen constantemente en la serie. Cada personaje tiene un número asignado y corresponde con las coordenadas que se ven en el faro de Jacob. Pero aún así, el sentido de los números no queda del todo aclarado con respecto a la vida exterior a la isla.

2. ¿Por qué, luego de girar la rueda en la Isla, quien la giraba aparecía en el desierto; cuál era la conexión de la Isla con ese punto del desierto?

3. ¿Por qué Jack no se convirtió en humo cuando bajó a la fuente de luz, como le sucedió al hermano de Jacob?

4. Al parecer no está muy claro si la estatua estaba ya antes de la llegada de Jacob y su hermano. De todas formas la indumentaria de los hombres que los trajeron no es muy clarificadora con respecto a épocas históricas

5. ¿Quién construyó la fuente de luz y el tapón?

6. ¿Por qué Jacob se refiere a la isla como un “corcho” o “tapón” cuando le explica a Richard? ¿Por qué, además, sabía lo que había abajo en la fuente, acaso su madre se lo dijo? Según ella, él no podía bajar, ¿o es que acaso bajó (lo cual lo hubiera convertido en humo)?

7. ¿Por qué Jacob vivía bajo la estatua, que sentido tenía?

8. ¿Realmente la Isla hundida que aparece al principio de la sexta temporada es un ardid para confundir a los espectadores?

9. ¿Quién mató a los hombres que estaban con el hermano de Jacob? ¿Fue la Madre, y en ese caso, ella era algo así como el Humo Negro?

10. ¿Por qué sabía la Madre lo que ocurría en la fuente, acaso ella ya había bajado allí, y en ese caso, se convirtió en humo?

11. ¿El templo donde vivían Los Otros fue construido por los mismos que hicieron la estatua?

12. ¿Cómo lograba Ben invocar al Humo desde el cuarto secreto en Dharmaville?

 13. ¿Cuál era la importancia de Walt en la historia? (Aparentemente esta cuestión fue resuelta en el cortometraje fantasma que salió luego, cuando Ben Y Hurly van donde Walt para que vuelva a la Isla, pero esto deja más dudas que respuestas... ¿cuál, por ejemplo, será la función de Walt... reemplazar a Hurly acaso? o ¿Por qué esperar tanto para contactar a Walt?)

14. Christian se le aparece a Michael en el barco y le dice que ya puede irse en paz. ¿En ese momento todavía era el Humo y si es así, cuál es el objetivo de decírselo? Además, como él mismo lo dice, cruzar el mar no es una labor fácil para el Humo, así que ¿cómo llegó hasta el barco?

15. ¿Cuál fue realmente la misión de la Iniciativa Dharma? ¿Los llevó Jacob, como a todos los demás? ¿Quién mandaba la comida por aire y cómo era esto posible si la isla se movía permanentemente? Además, si quienes trabajaban en la escotilla seguían trabajando para Dharma, ¿por qué Los Otros nunca intervinieron en la estación Cisne? (El cortometraje fantasma posterior a la serie parece contestar el tema de la comida, pero nos deja otra duda: ¿quién financiaba todo el trámite de envío y cómo se mantenía una bodega tan grande, a cargo sólo de dos personas? Digo esto porque según el corto, Ben indemniza a sólo dos trabajadores de Dharma, y nunca nos muestran si hay más...) 

16. ¿Cómo funcionaban las torres sónicas de seguridad contra el Humo?

17. ¿Quiénes serían los cadáveres que estaban en la fuente de luz cuando Desmond bajó?

18. ¿Quién era realmente y que don tenía el japonés del templo, era  una especie de aislante contra el Humo?

19. ¿Por qué el Humo no podía entrar en el templo, ni en la cabaña, mientras hubieran cenizas alrededor?

20. ¿Por qué Sayid revive en la fuente del templo, si esta según dijeron ya estaba contaminada? Incluso, ¿en qué consistía dicha contaminación, acaso tiene que ver con la Infección de la que habla Rousseau, fue por eso que en una Estación decía cuarentena?

21. ¿Qué pasa con la cabaña, por qué estaba rodeada de ceniza, estuvo allí atrapado el Humo?

22. ¿Cuál era la función de Widmore? ¿Por qué Jacob dejó que Ben expulsara a Widmore y luego según parece, le dice que vuelva, acaso lo necesitaba afuera por alguna razón? Y si es así, ¿por qué a  Widmore le costaba tanto encontrar la Isla para regresar, acaso Jacob no le podía decir cómo llegar, acaso lo necesitaba justo en el momento en que llegó, y si es así, por qué no antes?

23. ¿Por qué Richard y el grupo de Los Otros vivían en la selva y no en el templo?

24. ¿Qué relación tenía Ben con el Humo y por qué, además de poderlo invocar, también tenía relaciones con Richard que estaba con Jacob, por lo cual era enemigo del Humo?

25. ¿Cuánto tiempo llevaba en la isla la Madre sustituta de Jacob y por qué estaba sola?

(FIN DE LA PARTE 2)



[1] Esta preciosa definición de Deleuze nos conecta con los puntos más sensibles de Lost: el hombre casi dios, absolutamente separado y creador nos recuerda perfectamente a Jacob, el gran urdidor de tramas, fabricante de destinos, gran hechicero manipulador que guía vidas enteras como personajes de un gran argumento, hombre separado y absolutamente solo, gran Amnésico que no sabe de dónde viene, que ha perdido su pasado. Por otro lado está la mujer casi diosa, gran hechicera, su Madre y el gran ciclón, desastre inminente, su hermano, el misterioso Humo Negro. Y para asombrarnos aún más, como si Deleuze hubiera visto Lost (o los creadores de Lost hayan leído y copiado sin reconcerlo, estas ideas deleuzianas), nos menciona la gran imagen de la Estatua (uno de los elementos más perturbadores de la serie, sobre todo porque nunca fue explicada).

LOST: LA URDIMBRE SIN TRAMA. Parte 1


Por Juan Diego Parra V.
Abstract
Aún es muy pronto para determinar el verdadero impacto de la serie Lost. Sus seguidores fueron fieles a una promesa de resolución de enigmas, sin embargo, una vez esta promesa se incumple a pesar de que la serie llega a su fin, ¿será posible que este producto televisivo llegue a ser algo más que una ingeniosa propuesta de entretenimiento? En este artículo revisaremos ciertas características del fenómeno Lost dentro de la cultura de masas.

1. Lost como fenómeno mediático

A un poco más de dos meses (fecha de escritura del presente ensayo) del final de Lost, el desaforado interés mediático que acompañó la serie parece haber perdido todo su impulso. Los innumerables foros que discutieron durante seis temporadas el desarrollo de la compleja historia sólo dan estertores insípidos de espectadores atrasados en el visionado de la serie que sólo atinan a opinar de acuerdo a la relatividad del gusto subjetivo. Algunos expresan su disgusto por un final complaciente y otros más terminan por resignarse a la imposibilidad resolutiva de las tramas abiertas conforme se consumían los capítulos. Las expectativas generadas por el final de la serie, como era previsible, superaron con creces el resultado final ofrecido por los escritores y todo derivó en cierta resignación motivada por las características propias del producto de consumo: muchos se conformaron con decir que, de todas maneras había que estar agradecidos con todo lo dado por la serie, pues, al final de cuentas no era más que eso: una serie de televisión y no un tratado filosófico.

Pero, ¿a qué nos referimos cuando usamos el término serie televisiva? Un poco robando la brillantez analítica de José Luís Pardo, tendríamos que determinar dos conceptos básicos dentro del desarrollo de la experiencia estética determinada por un fenómeno de conformación textual en la gran trama de la cultura y otro de moldeamiento y modulación discursiva en la gran urdimbre técnica. Decir, al fin, que como los productos de un tipo de trama masificante (cultura de masas), capaz de transfigurarse en sociología del rating, Lost privilegia un desarrollo seductor y atrayente, aún en detrimento de su propia consistencia argumental. Que la mayoría de líneas argumentales abiertas dentro de la gran trama no hayan sido debidamente enlazadas en el tejido (texto) general, demuestra que tales líneas fueron urdimbres o tretas con fines más de audiencia que de argumento, llevadas a cabo con sobriedad y eficiencia casi hasta el final, hasta generar la inusitada expectativa creciente durante cada temporada, de una suerte de espectador-consumidor individuado que buscaba hacerse visible elucubrando en cuanto foro virtual aparecía en la web. Así que, sin traicionar el carácter sociológico del rating, en el que lo cuantitativo se superpone a lo cualitativo, la serie fue capaz de despertar un interés reflexivo, aunque al final no pudo darle la suficiente consistencia.

Lost ha sido calificada como una serie de culto. Esto es un poco cuestionable. El sentido de lo cultual tiene que ver con aquello que congrega en torno a una gran trama (o argumento) que se va urdiendo conforme pasa el tiempo, logrando unificar experiencias colectivas de acuerdo a una emocionalidad común, y Lost de cierta manera parece cumplir con este cometido, pero debemos clarificar, conforme lo dicho hasta aquí, que el sentido serial (Lost es una serie) exigido por un soporte como la Televisión, obliga a renunciar a una verdadera trama según necesidades de consumo masivo, por lo cual siempre se trata de (literalmente) maquinaciones, conjuras e intrigas, tanto dentro de la historia como por fuera de ella. Por esto mismo, el carácter masificante de Lost se obtuvo por la capacidad intrigante de sus espectadores que, como detectives lograron reescribir casi totalmente la serie de acuerdo con sus hipótesis individuales. Parecía como si hubiera una Lost para cada espectador que se sentía de una u otra manera sujeto a demostrar su capacidad de comprensión ante colegas de gusto. Al final nos dimos cuenta de que Lost era más urdimbre que trama, de que buscaba más inquietar y seducir (o seducir a través de la inquietud) que realmente exigir un esfuerzo intelectual.

Lost motivó el gozo estético del gusto para un individuo que necesita hacer parte de un clan, grupo social o tribu (a través de foros de discusión y análisis –término este excesivamente condescendiente-). Un individuo fragmentado que se sabe excluido de toda forma de colectividad, es decir, de trama, y debe inventarse una a través de artefactos electrónicos, según lazos electrónicos con amigos virtuales. La demostración fehaciente de nuestro mundo, urdido por la falta de argumentos. Lost es eso, precisamente: ardides narrativos que ocultan una gran falta de argumentos (o  tramas). De aquí que su formato sea precisamente La Serie, lo serial, es decir, aquello que se actualiza periódicamente, o si se quiere, que muta y se transforma de acuerdo a variables inevitables en su transcurso temporal: contraste perfecto de vidas que cada día se consumen en la tortuosa e inane cotidianidad que nunca se renueva, que nunca se actualiza, vida diaria detenida en las repetitivas labores de la rutina. El impacto de lo serial en la televisión radica precisamente en atacar la sensación de permanencia inmutable de la rutina diaria con capítulos que se dirigen progresivamente a una conclusión satisfactoria. Para una serie de Tv, las variables implicadas en su tendencia a la actualización son la aceptación por parte de la audiencia, de aquí que en general las series no “terminan” sino que se agotan, agonizan, inanes, por falta de audiencia, falta de atención, se mueren por invisibilidad. Y es que, precisamente, la audiencia exige ser sorprendida, entretenida, como masa consumidora exige satisfacción, placer, gozo. La Tv, en general, es un campo de hedonismo arbitrario e irracional, legitimado por la capacidad individual de consumir desde la casa, con la apariencia de una libertad absoluta que se sostiene en las manos, con un nombre casi prosaico: el “control remoto”, “el mando a distancia”. Un individuo que se siente libre de (por, para, con) cambiar de canal, es soberano del imperio de la pantalla. Lost, en tanto serie de televisión, no sólo no es ajena a esta relación, sino que, quizás como ninguna otra serie ha sabido promoverla magistralmente. Su impacto mediático tuvo que ver no tanto con su capacidad transgresora de los códigos televisivos sino con la exacerbación de ellos.

2. Lost como renovación aparente de la estructura visual

Estructuralmente Lost estimula el deseo desde la carencia. Su relación con la incertidumbre no se dirige tanto a la actividad intelectual donde el pensamiento se fuerza a pensar, sino a una más pasiva forma de espera por resoluciones. Lost funciona según la promesa explicativa y no según un forzamiento implicativo como lo hizo en su momento la genial Twin Peaks. Si bien el espectador de Lost se degustaba elucubrando, su actitud nunca era sacrificial (es decir, investigativa, de pesquisa y reflexión seria), sino totalmente hedonista, de ensimismamiento y adoración de sí mismo. La degustación del producto nunca se veía amenazada por el disgusto del esfuerzo y la dificultad intelectual. Lo que importaba era demostrar las teorías, adivinar y después, si se contaba con algo de suerte, atinar, como en un juego de azar. Pero si se fallaba no había problema y ningún compromiso intelectual. El pensamiento nunca estuvo en riesgo de perderse, de errar. Lost nunca fue un laberinto, sino una gran línea recta que, por ilusiones ópticas, parecía ofrecer múltiples alternativas, mundos posibles.

El hecho de que su final ya se revelara con la prematura declaración de Stephen King en 2005, quien adhirió a la teoría divulgada en Internet acerca de la Isla como purgatorio, quizás perturbó tanto a sus creadores que hubieron de privilegiar, como decíamos arriba, la urdimbre a la trama. Lost se llenó de matices provocativos e inquietantes, toda serie de alternativas teóricas que iban desde la mitología hasta la física cuántica o la teoría de supercuerdas, estímulos permanentes para las elucubraciones. Nunca negaremos que tales subterfugios teóricos funcionaron perfectamente y que la serie alcanzó dimensiones de complejidad quizás al nivel de Twin Peaks, pero tampoco seríamos totalmente honestos si evadimos el hecho de que el sentido final de la historia es muy inferior a las expectativas creadas. Muchos seguidores fervientes de la serie, optaron por resignarse y otros, apabullados por el juicio de otros seguidores, terminaron por callar su inconformidad. Al fin todos se dieron cuenta de que había que cerrar el libro, pasar la página, ver otra cosa. A pesar de todo, también pudo ser un alivio saber que en el fondo todo no fuera más que truco, que nada pudiera ser totalmente sorprendente, y que al final sólo hacemos esfuerzos por ocultar lo más obvio: que la vida sigue tal cual es, cotidiana, rutinaria, insípida, aunque, a veces, tenga paréntesis de ensueño. Y Lost casi fue, intra y extra diegéticamente, un gran sueño, si consideramos el sentido profundo de Calderón, una pequeña muerte antes de morirse del todo, porque entre sueño, muerte y fantasía no hay muchas diferencias. Y esto es lo que, precisamente, termina por concluir la historia de los personajes: el tránsito fugaz entre un sueño y otro, al que se le llama vida o existencia. Tan solo el sueño soñado por un soñador soñado, si adherimos esta conclusión a una idea borgesiana. Precisamente el deseo de llegar al fin a algún lugar, tener aunque sea una conclusión, después del agotador aplazamiento de la rutina. Lost es un producto, pues, que apunta directamente al estímulo directo del placer individuado dispuesto a consumir hasta que su aburrimiento se haga presente, es decir, hasta que el individuo presienta que el sueño ya no es atractivo o interesante. Lost prometió siempre llegar a algún lugar y aplazó la consumación del deseo, explotó al máximo el sentido estructural de La Serie: interactividad y modulación permanente en una línea convenientemente recortada. Esto nunca pudo hacerlo el cine y por eso, a través de Lost (quizás más incluso que sus predecesora X Files y su contemporánea 24), la televisión se reveló como una verdadera estructura visual, más allá,  incluso de ser una “forma narrativa”. Lost sedujo no por lo que parece “contar” sino por la manera en que lo cuenta.

El tema aquí es de estructura y no de narrativa. Por esto prácticamente cada tema que pudiera ser interesante para el individuo-consumidor podía incluirse, pues la estructura lo permitía; por eso prácticamente cualquier cosa podía contarse: Lost es una serie sobre mitología, sobre ciencia ficción, sobre reflexiones psicoanalíticas o filosóficas, es una serie de misterio, de suspenso, de aventuras, una serie cómica, absurda, dramática... Lost no es una sola cosa, no es una serie sobre “algo” en particular, sino una estructura visual que acoge cualquier tipología narrativa, cualquier género o especie de narración. Lost, como dice Saussure del lenguaje, es forma y no sustancia. De aquí que en su interior, al final, talvez sólo haya un gran vacío, quizás su valor resida en ser una red urdida, perfectamente fabricada para atrapar, aunque luego no se tenga claro qué hacer con las presas. A diferencia del cine donde es indispensable saber dónde y cuándo abandonar una obra, la televisión siempre está sujeta a que la abandonen sus espectadores, por eso casi nunca sabe hacia dónde ir. Pocas series de televisión supieron concluir antes de empezar. Entre ellas debemos contar como la mejor a Twin Peaks, por supuesto extraviada en unos cuantos capítulos, debido a la orfandad circunstancial cuando Lynch hubo de dedicarse a otro proyecto, y a ciertas presiones indecorosas y arbitrarias de la productora (ABC, la misma de Lost), esta serie supo dejarse ir sin renunciar a sí misma. Su capítulo más arriesgado fue el último, donde la última imagen podría ser quizás la más perturbadora de la historia de la televisión. Diferente radicalmente a Lost, donde su último capítulo fue el menos intelectual en función de un desbordado kitsch melodramático que obligaba casi de manera vulgar al llanto. Fue una despedida melosa y efectista, ahora sí, al mejor estilo formulista del Hollywood más manipulador.

Así, esta gran urdimbre que, al fin de cuentas, carece de trama o argumento, termina por morir, precisamente por falta de argumentos. Sólo queda un gran esqueleto ciertamente artificioso de referencias filosóficas, científicas y literarias: nombres de personajes que remiten a filósofos, discusiones en torno al destino, el azar, la ciencia y la fe; giros narrativos efectivos –y efectistas- que con eficiencia supieron torcer técnicamente las líneas del tiempo en flashes como analepsis y prolepsis,  hasta tocar la ciencia ficción de los viajes físicos al pasado y al futuro con sus respectivas paradojas e indeterminaciones. Nada desdeñable fue la directa reflexión en torno al freudiano conflicto con el Padre de todos los personajes, hasta el punto que uno de ellos (Locke) accede al parricidio por persona interpuesta (Sawyer). Todo esto atado a la promesa de ensamble final, cosa que no ocurrió, pero que da mucho qué pensar con respecto a un soporte que aparentemente no “soportaba” semejantes riesgos temáticos. Lost parecía contener todos los géneros cinematográficos sin renunciar en algunos aspectos a la ya tan desgastada fórmula del culebrón melodramático: misterio, suspenso, drama, ciencia ficción, noir, teen, se reunían y aglomeraban conforme se consumían las temporadas sobre una plataforma inquietante de “reality show” de supervivencia, tipo Survivors. Aunque, por supuesto, debemos clarificar que los riesgos propiamente visuales de la serie no son tan explícitos como los que se toman en The Sopranos, por ejemplo, y que la estructura de narración, a pesar de lo que parezca no es tan caótica como la de 24. Lost se aleja sustancialmente del cine y quizás busque destruirlo generando una necesidad de invadirlo con alguna suerte de secuela de la serie que, por lo menos hasta ahora, sus creadores se han resistido a prometer. Esto, sin embargo, no ha de creerse al pie de la letra, pues ya antes, luego de la sentencia de Stephen King sobre el final de la serie, los guionistas se apresuraron a negar toda posibilidad de tal teoría. Hoy sabemos que quizás un poco forzados por la situación, tuvieron que hacer algunos ajustes que desviaran la atención argumental, pero si hemos de ser honestos, hubiera sido mucho más consistente pensar en la Isla misma como purgatorio que en un semi-purgatorio post-isla, que hace de cada habitante un autor de ficciones biográficas que permiten la purga de errores del pasado. De todas maneras, el arsenal de líneas abiertas implica una reflexión que quizás haga de este ejercicio un intento muy modesto. Temas de dimensión conceptual como La Isla (es decir, lo que ella determina: Soledad, Abandono, Destierro), El Destino, El Azar, La Verdad, El Desierto, La Naturaleza, La Identidad, nos obligan a dedicar el resto de este texto a divagaciones muy sucintas. (FIN DE PARTE 1)

viernes, 19 de noviembre de 2010

2. EL RUGIDO DE LA TIERRA: UNA HISTORIA DE TERROR. Reflexiones ecológico-apocalípticas (PARTE 2)

ANTICHRIST. LARS VON TRIER

NATURALEZA, ARTIFICIO Y TERROR
¿Es posible hablar de naturaleza sin pensar inmediatamente en aquello que ha sido conquistado por la labor humana? Desde la racionalidad ilustrada lo natural es ciertamente una oposición franqueable que suministra recursos para el consumo humano. Naturaleza es exterioridad, pero también base y soporte interior, esencia. Lo natural es determinación y necesidad, es lo siempre igual, no cambiante, estable, uniforme y, en el fondo, inmutable. Los cambios, desarrollos y progresos de la razón, a través de la ciencia, son obra humana, su gran triunfo sobre una entidad que cesó de oponerse para, por fin, disponerse y ser usada. Para la razón hay naturaleza siempre y cuando haya mundo, es decir, orden, limpieza y disposición. Esta idea confina lo natural a aquello “ya dado”, aquel entorno y paisaje que cada colectivo humano encuentra cuando intenta reconocerse y reconocer. El giro “natural” de ser determinación a determinabilidad no es tan brusco como parece. Si la naturaleza es condición de necesidad para la existencia biológica humana, por medio de la razón, el hombre es capaz de limitar y controlar dicho condicionamiento, para sacar provecho eficiente, hacer de su condicionamiento una oportunidad de progreso. Así, lo natural es desplazado a zonas marginales, zonas productivas: el exterior es material y recurso (natura naturata), mundo del cambio y domeñable por el trabajo; el interior es esencia y espíritu (natura naturans), comprensible por la capacidad lógica del sujeto. El hombre habita la naturaleza, pero también tiene su propia naturaleza, completamente distinta al resto de las entidades vivientes. Así, el hombre también es capaz del artificio que modula el cambio apariencial de la naturaleza y construye un mundo, es decir, determina, limita, calcula, mide y controla.

Lo natural es entorno o marco, medio (ambiente) que permite la labor humana y sobre la cual el hombre trabaja y construye. Lo artificial es aquello que, dentro del marco, adquiere sentido racional, es decir, sentido humano. Esta visión, por supuesto, hace de la naturaleza una entidad diferente al hombre mismo. El hombre es sujeto (sub-jectum) y la naturaleza objeto (ob-jectum), más en la naturaleza siempre parece quedar un residuo no controlable que se oculta a su condición objetual: la naturaleza es también abyecta (ab-jectum). Al margen y en el margen de lo calculable, en los bordes mismos del mundo, es decir en las líneas del artificio, ese borde entre-dos, totalmente paradojal, ambiguo unas veces y otras ambivalente, se encuentra una dimensión natural convenientemente ignorada, marginada y excluida: lo abyecto. Existe, pues, una dimensión abyecta, asqueante e insoportable de la naturaleza. Insoportable porque ahora no es base ni soporte para el ars humano, asqueante porque cancela de tajo toda posibilidad de goce racional. Lo abyecto no puede ser sublime, es aterrador. La naturaleza, incluso en su más degradante manifestación, como puede ser la peste o la enfermedad, o en su más feroz expresión, puede convertirse, a través del arte en algo bello y gozoso, pero lo abyecto, lo asqueroso, hace del sujeto una entidad ambigua, híbrida, mezclada: su cuerpo empieza a carecer de límites precisos. La abyección conmina al individuo a salir del medio y del entorno para sumergirse en semiestados de transformación y mutación: putrefacción, enfermedad, infección, en fin, pérdida gradual y quizás irreversible de la identidad. En la abyección, como dice Julia Kristeva, no hay sujeto ni objeto, todo es borde, liminaridad, trance, degradación.

Así pues, un campo-base sobre el que se construye y al que se denomina Naturaleza, no nos es suficiente para entender de qué hablamos cuando referimos lo natural. Tampoco la noción de Artificio es clara para comprender la oposición humana al campo controlable y disponible. Naturaleza y Artificio no son oposiciones: como dice Felix Duque, nada más natural para un moderno que un paisaje, con sus campos labrados, el bosque, el río y la montaña: productos todos ellos de una formación sociotécnica ya dominada por la máquina (Arte Público, Espacio Político. Madrid: Akal, 2001, pg. 17). Tendemos a pensar lo natural como sustrato y lo artificial como agregado, pero el sustrato es ya fabricación antigua, delimitación artificial, mundo humano ya dispuesto para nuestro consumo. Por esto la idea de regreso a lo natural, ante la deshumanización del progreso tecno-científico no es más que una ingenuidad ecologista. Felix Duque insiste en otra obra acerca de la posibilidad de reconocer el estado libre de la naturaleza que se expresa sin mediación alguna: ¿dónde se encuentra, en estado libre, dicha fuerza de la naturaleza? Es imposible encontrarla porque, sencillamente, no existe. La naturaleza está ahí, ante nuestros ojos: pero se halla en todo caso transformada por la técnica humana (Filosofía de la Técnica de la Naturaleza. Madrid: Tecnos, 1986. pg. 21). La naturaleza es pues sólo convención, idea cohesionadora de un estado de cosas actual frente a un registro cultural, ya Clement Rosset lo había avisado: “Las leyes instituidas por el hombre no son ni más artificiales ni más naturales que las aparente ‘leyes’ de la naturaleza: participan de un mismo orden azaroso, a un nivel diferente. En realidad las leyes de la naturaleza pertenecen a un orden tan institucional como las leyes establecidas por la sociedad: no han surgido de una imaginaria necesidad, sino que también han tenido que ‘instituirse’ gracias a circunstancias favorables, al igual que las leyes sociales (...) nada diferencia lo natural de lo artificial; o mejor, al no ser nada ‘natural’, la noción de artificialidad pierde toda significación” (Lógica de lo Peor. Barcelona: Barral, 1975. pg. 110).

No es la naturaleza un buen concepto para hablar de la Tierra. Si la naturaleza es sublime como intensidad produce un desequilibrio dinámico en el que el organismo se expone a la destrucción, pero la razón puede superponerse al riesgo y hacer indestructible una suerte de superorganismo espiritual que se eleva sobre aquello que amenaza. No hay para este caso un ejemplo de tanta contundencia como el Fitzcarraldo de Herzog, héroe diminuto pero inmenso ante la grandeza inconmensurable de la selva virgen. Puede el hombre dejar de temer ante el gozo estético, tal como nos lo explica Kant. Pero no es la naturaleza la que aterra, es la Tierra misma el impedimento para la domesticación del terror. La naturaleza puede ser bella, es bella como idea, como concepto; la Tierra, por otro lado, es capaz de la abyección. En ella se producen todo tipo de relaciones que no respetan reinos, alianzas celulares e invasiones permanentes, procesos parasitarios donde el huésped mata al anfitrión, cruces y simbiosis permanentes que permitieron hibridaciones imposibles. La tierra, y no la naturaleza, ha producido el ornitorrinco, gran demonio natural, mutante rey, híbrido perfecto. Y el hombre es ser de tierra (humus), producto de una constante adulteración natural: pierde el pelaje, su laringe baja, su mano moldea la placa expresiva de su rostro, se yergue, sus piernas crecen, los pies se deforman, los dedos se achatan y se juntan simétricamente, los ojos se aguzan; las hembras mantienen su forma artificial de lactancia y la boca libera en su interior las funciones primigenias de la alimentación para dar paso a un sistema artificial de expresión a un nivel elevado de abstracción. A la par del lenguaje, crea la imagen y tras ella su consciencia de muerte, atrapa el tiempo, lo mide, lo calcula y quiere ir más allá de la física. Pero si va más allá en el tiempo, también lo intenta en el espacio. Pero el hombre es ser de tierra, él no es más que un medio asociado para poblaciones enteras de microorganismos, bacterias y orgánulos a los que alimenta convenientemente, tratando de no enfermarse y proporcionarles peste. Somos esquizos por antonomasia, “somos legión”, estamos poseídos por millones y millones de habitantes para los que somos exterioridad.

Somos Tierra, sustancia viva y sedimentación fósil, osario que se mueve y transporta poblaciones enteras que migrarán cuando no les seamos útiles y buscarán otros medios (ambientes), en la profundidad abyecta de la que aparentemente nos habíamos desprendido y de la cual proceden nuestros alimentos. ¿Y nuestra inteligencia? ¿acaso somos más lúcidos que las plantas que han sabido seducirnos  hasta forzarnos a hacer por ellas lo que por sí mismas no pueden, es decir moverse y diseminarse por cada lugar donde el hombre lo requiera? ¿acaso somos tan astutos como las bacterias que nos habitan, esas poblaciones constitutivas que quizás nos fabricaron para lograr salir de la biosfera hasta otros campos de posible colonización? Somos fabricación, ni más ni menos, y nuestras fábricas humanas tan sólo son expresión estratificada de una gran Mecanosfera. Como dice Deleuze: “no hay orden fijo, y un estrato puede servir de sustrato directo a otro independientemente de los intermediarios que se podrían considerar desde el punto de vista de los estadio y de los grados (por ejemplo, sectores microfísicas como sustrato inmediato de fenómenos orgánicos). O bien el orden aparente puede ser trastocado, y fenómenos tecnológicos o culturales ser un buen humus, un buen caldo, para el desarrollo de los insectos, de las bacterias, de los microbios o incluso de las partículas. La era industrial definida como era de los insectos...” (Mil Mesetas. Valencia: Pretextos, 2004. pg. 74).

Nuestra técnica no se define tanto desde  la capacidad de construir, preparar, ocasionar (techne como teucho), es decir fabricar artificios, sino desde el existir o darse a la existencia y su fortuna o azar (techne como tynchano de tyche –azar). Es decir, la técnica de la que hablamos en función de lo humano es el lugar de los encuentros, donde se oponen la iniciativa (hacer) y el caso o la situación. Se requiere, como en todo encuentro una alianza más que una guerra. Así, como dice Felix Duque,  “artificio” y “naturaleza” no son sino los extremos –variables en función según los estratos- de una historia: la historia de “abrir espacios” que es la Técnica (Arte Público, Espacio Político. Op. Cit.).

LA TÉCNICA Y LA FABRICACIÓN DE ENGENDROS

La Naturaleza no es “lo otro” de la Técnica, no es aquello con lo que la Técnica “trata”. La Naturaleza es un engendro técnico que se produce cuando el hombre, ser de tierra, cruza su hacer (techne) con la cerrazón terráquea. El hombre abre espacio, “espacia” en la Tierra, excava y encuentra provisión y a ello lo denomina Naturaleza. Pero también dice Naturaleza cuando desecha, cuando separa el residuo, cuando margina o encierra. Lo Natural es lo domeñable por la Técnica, pero también aquello que la Técnica no logra controlar. He aquí que lo natural se margina y se deja en los bordes, afuera de la ciudad, gran artificio, en el bosque o en el desierto, ambos amenazas permanentes por volver a cerrarse o devorar.

El bosque se cierra sobre el espacio que rodea, el desierto crece y devora aquello que sobre él se ha edificado. Pero lo natural también debe ser encerrado: monstruos, anormales, demonios. Todos se confinan en otro artificio, el laberinto, ruta de perdición en cuyo centro, es decir, en su fondo, ruge la hibridación diabólica de la Tierra. La Naturaleza alimenta pero también sobra, se consume pero también se desecha, es nutriente y excremento. Pero el excremento vuelve a transformarse en alimento, a través de la Tierra: lo que debía estar oculto aparece y reaparece, resucita, lo muerto vuelve y lo vivo se alimenta de ello, pero lo vivo muere y lo que se creía muerto vuelve a vivir gracias al nuevo alimento. La Tierra devuelve lo muerto y con lo muerto nace el Terror. Enterramos los muertos y la Tierra los devuelve, transformados. Algunas veces pestilentes, sin descomponerse del todo, a veces fragmentados, desmembrados, descerebrados, hambrientos y sedientos, como la Tierra misma. Quién mejor que George Romero para contarnos esta restitución diabólica de la Tierra. Sus muertos vuelven, además, por una colaboración de gases técnicos de bombas nucleares y radiación con la biología en proceso de descomposición. Vuelven para matar a quienes los han enterrado, para comerse sus cerebros, su inteligencia, es decir, su capacidad de fabricar gases que revivan muertos. Stephen King también nos lo dice en Pet Sematary, el cementerio ancestral de tierra dura, hosca, Tierra enemiga de la mano que trata de penetrarla para enterrar lo que volverá, tan asqueroso como sólo la Tierra puede ser. Aquello que vuelve, que no está ni vivo ni muerto, la abyección absoluta no quiere vivir sino matar, es decir, restituirle a la Tierra aquello que, por un proceso de transformación, parece habérsele desprendido.

Los muertos han vuelto por la animación técno-química en Romero y mágico-diabólica en King, pero aún un cruce mucho más aterrador se ha producido en la antigua Grecia: el engendro de engendros, producto fantástico de las bodas contra-natura, la alianza diabólica entre lo Humano y el Animal a través de la técnica: Minotauro. Pasifae enamorada del Toro requiere del ardid técnico de Dédalo para, con aquella vaca artificial que éste ha sabido construir, poder consumar su amor prohibido, de tales bodas nace un hombre con cabeza de Toro, vergüenza de la especie que debe ser escondido en otro artefacto técnico, el laberinto. En el fondo de éste, en el centro, morará el Terror, lo residual. Tal como el monstruo híbrido, delirio de la razón, cuya existencia ha sido decidida por la demencia del científico-dios, Frankenstein, gran espécimen residual, hecho de retazos, cosido y animado de electricidad. Gran zombie semimecánico, autómata nacido de las bodas contra-natura del cielo y la Tierra por intermedio de la humana razón extraviada y herética que desafía a los dioses. Frankenstein, el doctor, es el nuevo Prometeo, tal y como a Shelley le gustaba llamarlo. Pero el doctor Frankenstein es a la vez Prometeo y Dédalo. Artífice diabólico que obliga a la Tierra a devolver lo muerto, debe volver a fabricar un engendro, ahora femenino, con los miembros deformes de su propia prometida, para entregarla a su monstruosa creación primera. Las bodas contra-natura del cielo y la Tierra renuevan votos a través del acto herético de la razón. Frankenstein es el híbrido residual por excelencia, autómata, zombie, lisiado: James Whale ha sabido determinar esto perfectamente.
Desde la creación de Shelley faltarán aún 100 años para ver las ciudades europeas infestadas de lisiados, luego de la primera guerra mundial, entes residuales del espectáculo de Ares que, acompañado de sus hijos Phobos y Deimos, vuelve a participar en el mundo humano. Lisiados en los que, como Frankenstein, no es posible determinar qué es pedazo, si la parte que falta o el resto del cuerpo. Nadie como Grosz y Dix para mostrárnoslos. El cuerpo mismo como pedazo, como fragmento, unidad imposible, será el panorama de la primera posguerra y todos sus residuos, monstruos lisiados, privados de Yo unificador, indigentes abocados a la mendicidad y quizás impelidos al circo y la feria, a la exhibición monstruosa de sus objetos parciales, para el deleite de la también monstruosa catarsis óptica del voyeur de atrocidades. Pero el lisiado compite con un espectáculo mayor, igualmente residual, proveniente de las alianzas diabólicas de los animales y el hombre: seres circenses imposibles, anomalías, demonios, freaks, embriones detenidos en un punto del desarrollo, como dice Geoffroy Saint-Hilaire. Tod Browning puede decirnos mucho a este respecto con Freaks. Para el hombre de la norma, el normal, el espectáculo de la deformidad es tan atractivo como perturbador: lo que no debe ser revelado se revela, la naturaleza muestra una cara sórdida e incomprensible, siniestra, pero la celda y la pantalla lo convierten en espectador cuya razón puede admirarse dinámicamente del desbordamiento en lo informe que se deforma dentro de los límites naturales. Este desbordamiento no llega a ser tan aterrador como lo es la incapacidad de reconocer límites del espectador racional. Y esto es lo que propone Browning precisamente: el verdadero monstruo es el hombre normal.

Los cruces entre hombre y animal, cruces contra-natura, tan caros a los griegos, son posibles  más allá de la magia, por mediación técnica. La Técnica, como hemos dicho, apoyados en Felix Duque, es el acto espaciador siempre mediante entre lo natural y lo artificial. El acto técnico esculpe y marca límites, “limpia” de sobrantes la materia sobre la que fabrica, crea imagen y configura el espacio y el tiempo, en una eterna confrontación con la muerte. Pero la Técnica no puede evitar los residuos que su labor deja. Excrescencias a las que la propia Técnica denomina Naturaleza. H.G Wells  ha transformado este mundo excremencial en una isla regida por un científico-dios, hermano de sangre del doctor Frankenstein: el doctor Moreau. La inversión absoluta del Robinson de Defoe, Prendick, el náufrago, llega a una isla perdida en la que los límites entre humanidad y animalidad se han perdido, y esto gracias a la mediación técnica. Es la isla de los residuos técnicos que se acercan cada vez más a la bestialidad animal, cientos de animales-humanos, monstruos embrionarios, pasos intermedios entre estados constitutivos de especie, vergüenza natural, primos lejanos del antiguo Minotauro, aunque en estos ya no hay nada mágico. La Isla del doctor Moreau es también la isla del laberinto minoico, regida por Poseidón, ciudad maldita por los dioses debido a la herejía técnica que permite la hibridación de las bodas contra-natura. La Técnica es tan herética como la Naturaleza. De Aristóteles nos queda la perturbadora frase: “En efecto, la naturaleza es demoníaca, pero no divina”. Entre fabricación artificial y Naturaleza existe el demonio técnico que opta por depositar los residuos de su obra en la faz más oscura, es decir, el extremo “natural”, por lo cual tras cada acto de razón se esconde una pulsión feroz y maligna, residual y latente. Los residuos “naturales” dejados por el acto técnico se recomponen desde sus elementos primarios y producen derivados monstruosos, abyectos. Nadie como Lars Von Trier para mostrárnoslo en su película Antichrist. Con un marcado naturalismo genérico, su obra presenta la intercesión racional del psicoanálisis que abre el portal demoníaco de la pulsión natural. Aquí la razón no se extravía como en los científicos-locos de la ciencia ficción, sino que fabrica el portal de intersección entre el artificio social de la civilidad y la bestialidad instintiva. El mal del que hablan los hombres es la Naturaleza, no tiene sentido hablar de una “naturaleza del mal” pues Naturaleza y Mal equivalen. Y la Naturaleza para Von Trier es un llamado de la Tierra, una atracción feroz a la descomposición. El hombre es llamado a ser Tierra nuevamente, a descomponerse en sus elementos básicos. Por supuesto lo básico es sexual, lascivo, procreativo, nutricio. La Tierra es vientre insaciable, la Naturaleza es mujer. El Mal está alojado en el hombre que constantemente es reclamado por la Tierra, el hombre tiende a la Tierra, su vejez es constante inclinación hacia su estado inicial. La muerte y el sexo son un volver constante a la Tierra. Por esto la Tierra aterra, porque siempre obliga a la regresión. Los reclamos de restitución por parte de la Tierra son así, siempre terroríficos y el hombre no siempre puede sublimarlos, pues si bien la Tierra siempre reclama a través de la destrucción y dicha destrucción inminente puede, en determinado momento de lucidez, producirnos el gozo estético de lo sublime, también es cierto que lo natural demoníaco es invitación constante al estado primigenio de la viscosidad asqueante. Von Trier sustituye lo bello natural por el asco primordial del caldo constitutivo de todo organismo, la excrescencia originaria, el residuo conformador: sudor, semen, sangre, heces, tripas viscosas y todos los cruces posibles entre ellos: semen y sangre, heces y tripas. Por otro lado, la mutilación genital es también una regresión al mundo de los objetos parciales, el mundo de las profundidades cenagosas y pestilentes, al mundo químicamente puro de la Tierra.

Si la naturaleza es demoníaca, como dice Aristóteles y comprueba Von Trier, el demonio, esa suerte de sátiro, fauno abominable, híbrido por excelencia, primo hermano del Minotauro, es epifenómeno, manifestación natural. Por eso es el diablo el que invita a la regresión, al estado puro de los instintos, y a la vez es el que desorienta, el que pierde, el que nos lleva al laberinto. El gran transformista, el seductor, el falsario. Aquel con quien el hombre y la mujer tienen tratos, con quien se negocia. El demonio, como la técnica, abre portales y obliga a la caída del paraíso, el paradeisos, es decir el cerco. La Naturaleza del paraíso es cerco, límite y control, es cósmica. El demonio nos fuerza a que miremos el caos, que nos asomemos al abismo. Y el abismo es profundidad, sub-terráneo. El paradeisos puede ser imitado sobre la superficie y el hombre espacia técnicamente creando un entorno, un medio. Pero bajo el cerco, bajo el paraíso, está el abismo, la atracción por el vacío, la regresión y el llamado de la Tierra. El demonio, rey de la oscuridad y las profundidades, quizás sólo sea un emisario de la gran Madre nutricia que reclama sus elementos constitutivos dispersos y volátiles en organismos vivos. La función del demonio es pues, no llevar “almas” al infierno, sino restituir a la Tierra sus nutrientes orgánicos. Von Trier lo repite una y otra vez en su reflexión: por eso la mujer es demoníaca como la Tierra, ella es la invitación constante a la regresión, a la inmersión en la Tierra, en un proceso de descomposición gradual en el que cada elemento va tomando forma residual: la sangre, el semen, el pene, el clítoris. Ya en la Tierra, la Naturaleza se encarga del acto diabólico, de los cruces imposibles, de las alianzas químicas más insospechadas del caldo prebiótico primordial. Actos complejos de simplificación que resumen embrionariamente la vida entera, envidiables incluso para el genio superior de Frankenstein o Moreau, preocupados ingenuamente por las manifestaciones superficiales.

De aquí que lo aterrador del monstruo no es su apariencia, pues esta puede convertirse en espectáculo, en circo y en teatro, como bien lo han explorado Browning y Fellini. Lo terrorífico del monstruo es aquello que en su constitución biológica pudo haberse desviado o desbordado de los límites de la normalidad. El monstruo es superación de los límites. De aquí que la ciencia sea monstruosa, por eso la Técnica, acto espaciador, acto que fija límites, desecha siempre una parte significativa de su hacer, su sobrante, su residuo y lo convierte en Naturaleza y allí deposita todo aquello que amenaza los límites que ha impuesto. El hábitat “natural” de lo monstruoso es, por eso, la Naturaleza. Así, en la Naturaleza se presenta la posibilidad del desbordamiento y la transgresión, necesarios para la aparición de lo sublime, tal como lo entiende Kant. La Naturaleza es monstruosa porque no respeta límites: va más allá de la imaginación humana y es inconmensurablemente más fuerte que el hombre. El monstruo es una capacidad natural que desborda al hombre tanto física como espiritualmente, y el hombre sólo puede acariciar esta potencia por mediación de un hacer diabólico: la Técnica. La Técnica es un conjuro que permite superar los límites físicos y espirituales del hombre frente a la potencia natural. Pero el hombre sólo puede franquear los límites de la propia naturaleza, pues ella es también su propio límite. No hay límite humano más allá de la Naturaleza, es ella el gran obstáculo. Y aún este obstáculo el espíritu puede superarlo a través de su razón, gracias a la experiencia de lo sublime. Para la razón la naturaleza es sólo un medio de reconocimiento de lo sublime. Si la naturaleza es capaz del infinito, de la transgresión de límites, el hombre es capaz de comprenderlo y gozar con tal entendimiento. Ya no se trata sólo de conocimiento, ahora es una experiencia estética: de aquí que el terror pueda domesticarse. Pero el Terror no es sólo aquello que la razón domeña a través del goce estético, es también, como hemos dicho, residuo y regresión. Los monstruos, más que superación de límites son manifestación de un estado primitivo de indiscernibilidad en la forma. Por eso un Robot no es aterrador (ni sublime), en él aún puede reconocerse el artificio y puede ser “desconectado”, pues él mismo es fabricación de límites racionales. Un Robot no es un monstruo, se es monstruoso por la regresión a estados constitutivos, a elementos básicos. Monstruoso por regresión no quiere decir pérdida de facultades, a veces es todo lo contrario: adquisición de ellas, como en The Fly de Cronenberg. 

En este sentido, el monstruo no es otra cosa que un mutante, entidad en la que no son reconocibles los límites reales en la clasificación lógica de géneros y especies, el mutante es manifestación terrorífica de un estado embrionario que ha desviado su ruta genética y es capaz de adaptarse a un medio (natural) asociado aún cuando este parezca hostil. De aquí que el Virus sea mutante, y que por extensión, el Parásito también lo sea.
Entre virus y parásito quizás hay una diferencia de grado, pero no de “naturaleza”. Ambos se apoderan de un organismo vivo y lo transforman, hasta gobernarlo por completo. En la informática el hacker puede ser terrorista por su capacidad de infección del sistema. Igual ocurre con el medio natural. Es el miedo a la infección que destruye lo que convierte al virus y al parásito en entidades aterradoras. Ambos se instalan en un cuerpo (medio asociado), toman posesión de él y lo gobiernan hasta destruirlo. Así entre infección biológica y posesión diabólica existe una relación íntima, tal como lo muestra sugestivamente la película española REC de Jaume Balagueró. La capacidad de mutar en un medio, por más hostil que éste sea, hace del virus y el huésped una amenaza permanente que se comprende en términos políticos perfectamente por el miedo al inmigrante, como lo ha explorado fantásticamente Michael Haneke en Code Inconnu. En términos de ciencia ficción, este miedo al huésped, al parásito, y como metáfora, al inmigrante, es evidente en Alien de Ridley Scott. Alien es un pasajero inconveniente para la nave, un parásito que poco a poco se apodera del territorio y lo convierte en su reino, su medio asociado, para reproducirse frenéticamente. Hay en Alien, además, una metáfora inquietante: el frenetismo reproductivo de la gran madre, presenta una clara imagen de la regresión al mundo de las pulsiones elementales. Por otro lado, John Carpenter ha hecho su versión del miedo al huésped por parte del anfitrión en su perturbadora The Thing. Ya ni siquiera es posible asignarle un nombre, es sólo “algo”, una cosa, indiscernibilidad absoluta, expresión total del monstruo, potencia natural capaz de adaptarse a cualquier medio, The Thing. Virus que se aloja, parásito que gobierna, gran transformista, gran engañador, diabólica potencia de lo falso.

Al mutante lo produce la naturaleza, y la técnica puede imitarla, pero siempre de manera incompleta y torpe. El hombre siempre perderá el control de su fabricación, y en la mayoría de los casos perderá su razón. La ciencia es quizás por esto monstruosa, aunque en un sentido moral. El científico loco será juzgado siempre por no respetar los límites y cuando se habla de límites se habla de Naturaleza, pero esta, si seguimos a Rosset, no existe más que como una serie de convenios instituidos artificialmente. No es pues la tecno-ciencia lo aterrador, sino que a su través la Naturaleza se desencadena, y dicho desencadenamiento no es propiamente superación de límites sino regresión a estados en los que los límites no existen, es el mundo originario, el de las pulsiones elementales, es decir, el universo de Gea, Gaia, la Tierra.


NEOECOLOGISMO Y EL RUGIDO DE LA TIERRA

El reciente estreno de Avatar de James Cameron ha puesto sobre la mesa un tema que lleva más de 50 años de tratamiento  mezquino y complaciente, con actitud de avestruz. Nuestra relación con la Tierra. Hay más temas en la película, por supuesto, como el colonialismo y la invasión, la sobrevaloración de la guerra (en este aspecto, Cameron parece estar reivindicándose de su oda al desarrollo armamentístico que significó Alien II) y la demonización de los cruces, alianzas e hibridaciones entre “especies”. Pero el eje temático es ciertamente ecológico, con una evidente remisión a la teoría Gaia de James Lovelock, los aportes significativos de Lynn Margulis y Dorion Sagan con Biosferas, el trabajo de Fritjof Capra en La Trama de la Vida, el de Gregory Bateson con Una Ecología de la Mente, de Michel Serres con El Contrato Natural, el de Gilles Deluze en Mil Mesetas o el de Manuel De Landa con Mil años de Historia No-Lineal. Sin embargo, más allá de analizar estas dimensiones reflexivas que, a manera de collage e inevitablemente de forma muy superficial, presenta Avatar, acudiremos a una constante ecologista trazada desde la década de los 70, expresada sobre todo por el cine y la literatura, que avisa la prometida catástrofe final de la vida orgánica. Por supuesto el aviso de una catástrofe natural se emparenta directamente con una experiencia de lo sublime, tal como lo hemos expuesto. Algunos canales de pago han colmado su parrilla de programación con cantidades de documentales ecologistas, desplazando casi totalmente sus intereses por especies animales para fijarse de  una vez por todas en la Tierra. Aún así, el tema de la catástrofe sigue siendo controlado desde el soporte mediático de la videosfera, al mantener por un lado el espacio “natural” como paisaje de aventura o recreación turística que invita a la nostalgia del paraíso perdido o, por otro, a la denuncia abierta sobre los medios de consumo y tipo de vida humana que afecta al entorno y que se convierten (estas denuncias) en pugnas sin cuartel que se rigen por intereses políticos, como el documental An Incovenient Truth de Davis Guggenheim y presentado por Al Gore, contrincante de George Bush por la presidencia de EEUU, que expone de manera ampulosa una tesis paradójicamente muy conveniente para ciertas multinacionales, sobre la decidida influencia del CO2 en el cambio climático. Esta tesis fue rebatida por otro documental llamado The Great Global Warning Swindle de Martin Durkin, en el que se acusa de fraude la investigación expuesta por Gore. Este espinoso tema no nos interesa ahora.
El creciente interés por lo orgánico, la idea de autosostenibilidad y el estímulo a consumir materiales biodegradables, son también aparatos ideológicos cuyo soporte no es tan ecológico como económico. Y aunque ambas palabras tienen la misma raíz, Oikos, sus rutas culturales han divergido bastante. El caso aquí es que se parte de una aparente consciencia acerca del estado de catástrofe en el que nos estamos sumergiendo. El terror ahora no parece estar en la zona oscura sino que es visible y luminoso, la Tierra ahora es expresiva, quizás como nunca antes. Hemos pasado de la sofisticación sobrenatural de la novela gótica al gore y la abyección del cine contemporáneo. La Naturaleza ha muerto como Dios y, cuando parecía que sólo quedaba la Técnica, la Tierra ha empezado a despertar y rugir. Lo que nos hace temblar ahora no es la zona oscura, la contracara de la belleza que podía trascender gracias a la razón, sino la inminencia de la catástrofe. Conan Doyle creó la no tan fantástica historia del Profesor Challenger, científico excéntrico que pudo hacer llorar la Tierra con un pozo profundo.

La Tierra gimió ante la intervención del científico y la superficie entera se estremeció por los lamentos de las profundidades. Quizás algo infernal se había desatado, quizás un ancestral monstruo dormido había vuelto del profundo sueño. Hoy la Tierra parece haber recordado lo que alguna vez le hizo Challenger y está dispuesta a vengarse, pues después del profesor presentado por Conan Doyle, muchos siguieron su ejemplo y quisieron volver a presenciar tal espectáculo. Pero la Tierra no es un espectáculo, los espectáculos son superficiales, sólo se ven en la superficie. La Tierra es profundidad que se manifiesta, es siempre aquello que debiendo estar oculto aparece, es siniestra, pero también inevitable, es aterradora. Challenger y su estirpe han logrado despertar al gran engendro que antes sólo había respirado fuerte o simplemente tosido. De cada exhalación habían salido zombies, mutantes, monstruos pantanosos y boscosos, hombres de pulsiones elementales, bestias humanas, híbridos demoníacos, parásitos abyectos, viscosos y putrefactos o, incluso, de manera más sofisticada, grandes psicópatas, hombres en los que la razón se ha perdido (aunque ellos no hayan perdido la razón), genios en el arte de la regresión al mundo originario de la indiscernibilidad, transgresores del tabú y la humanidad, capaces del canibalismo y el incesto, es decir de la regresión a los estados constitutivos, regresión a la Tierra.

Pero ahora la Tierra no sólo exhala o suspira, ahora ruge y sus ensordecedores lamentos se escuchan por doquier. Ahora ya no hay velo, no hay reverso en el espectáculo. El espectáculo ha muerto y quizás eso explique la persistencia de la videosfera en fijar una imagen de la Tierra, o por lo menos de aquello que en ella está en peligro: fauna, flora, sociedades preindustriales, etc... Como dice Regis Debray, de nada se hacen tantas fotos y películas como de aquello que está en peligro de desaparecer. Pero lo que está en peligro es la parte de la Tierra que hemos humanizado, es decir, aquello que llamamos Naturaleza, nuestra gran fabricación y, por ende, la fábrica de fábricas, la despensa productiva. Quizás como le ocurrió a Challenger, los científicos del proyecto Kola en Rusia, conocieron el infierno a través de aquel pozo superprofundo “construido” o “fabricado” en Siberia en la década del 70 y que hubo de ser suspendido debido a los extraños descubrimientos registrados en cintas de audio. Eran voces infernales, gritos y lamentos, expresiones desconsoladas de dolor. Challenger no es ficción, alguien de verdad quiso hacer gemir la Tierra. El pozo de Kola es una perforación de la corteza continental de más de 12 kilómetros que fue suspendido por las imposibilidades que presenta la elevación de temperatura a este nivel. Sólo un tercio de la corteza y ya el hombre debe detenerse en su perforación, aunque una profundidad suficiente para oír el infierno. Creer o no en esta leyenda no es el tema ahora. El tema es que a sólo un tercio de profundidad de la corteza continental, el hombre ya es capaz de percibir (e imaginarse) el infierno, el reino demoníaco de donde emerge el terror y la abyección. Allí mora Belcebú, él devuelve sus muertos y vomita putrefacción, siempre está allí donde no está Dios y ahora que Dios ha muerto está por doquier. El diablo, el gran transformista, el seductor, el gran engañador, potencia pura y pulsión primaria. Su hábitat es la gran bola de lava que está en el centro terráqueo. Desde nuestro mundo no sabemos nada de él, nuestra superficial biosfera es sólo un mundo derivado de aquel mundo originario. Está demasiado lejos, demasiado profundo. Ahora se está revelando, se manifiesta y ahora, nos asombramos con el rostro del abismo. Una filosofía como la de Nietzsche no sería posible sin la intuición del abismo. Estamos rodeados de abismos, el cielo es también un abismo (también creado por Gea). Y en el abismo no hay nada para ver, sólo vacío, oscuridad. Así es el fondo de la Tierra. La Tierra es el abismo y desde lo profundo se escucha su rugido. Gracias a nuestras Técnicas la hemos hecho rugir. Creímos que nos hablaría cálidamente, es decir, “naturalmente”, pero ella sólo contesta con violencia y, curiosamente, no estábamos preparados para ello. Nuestro Terror ancestral, es decir, la incapacidad para adecuarnos a nuestro entorno es también el origen de nuestras técnicas y a través de ellas fabricamos la manera de abrir los portales por los que, inevitablemente, se filtran las excrescencias terráqueas, manifestaciones indomeñables para un mundo gobernado por el artificio. No hemos fabricado los engendros que nos aterran, sólo hemos abierto los portales que permiten su acceso a nuestro mundo, porque la Técnica es un espaciar constante, una perpetua actividad de franquicia y apertura, y el portal es el espacio perfecto, la mediación por excelencia. Así, a  través de estos portales seguiremos escuchando el aterrador rugido de la Tierra.