|
ANTICHRIST. LARS VON TRIER |
NATURALEZA, ARTIFICIO Y TERROR
¿Es posible hablar de naturaleza sin pensar inmediatamente en aquello que ha sido conquistado por la labor humana? Desde la racionalidad ilustrada lo natural es ciertamente una oposición franqueable que suministra recursos para el consumo humano. Naturaleza es exterioridad, pero también base y soporte interior, esencia. Lo natural es determinación y necesidad, es lo siempre igual, no cambiante, estable, uniforme y, en el fondo, inmutable. Los cambios, desarrollos y progresos de la razón, a través de la ciencia, son obra humana, su gran triunfo sobre una entidad que cesó de oponerse para, por fin, disponerse y ser usada. Para la razón hay naturaleza siempre y cuando haya mundo, es decir, orden, limpieza y disposición. Esta idea confina lo natural a aquello “ya dado”, aquel entorno y paisaje que cada colectivo humano encuentra cuando intenta reconocerse y reconocer. El giro “natural” de ser determinación a determinabilidad no es tan brusco como parece. Si la naturaleza es condición de necesidad para la existencia biológica humana, por medio de la razón, el hombre es capaz de limitar y controlar dicho condicionamiento, para sacar provecho eficiente, hacer de su condicionamiento una oportunidad de progreso. Así, lo natural es desplazado a zonas marginales, zonas productivas: el exterior es material y recurso (natura naturata), mundo del cambio y domeñable por el trabajo; el interior es esencia y espíritu (natura naturans), comprensible por la capacidad lógica del sujeto. El hombre habita la naturaleza, pero también tiene su propia naturaleza, completamente distinta al resto de las entidades vivientes. Así, el hombre también es capaz del artificio que modula el cambio apariencial de la naturaleza y construye un mundo, es decir, determina, limita, calcula, mide y controla.
Lo natural es entorno o marco, medio (ambiente) que permite la labor humana y sobre la cual el hombre trabaja y construye. Lo artificial es aquello que, dentro del marco, adquiere sentido racional, es decir, sentido humano. Esta visión, por supuesto, hace de la naturaleza una entidad diferente al hombre mismo. El hombre es sujeto (sub-jectum) y la naturaleza objeto (ob-jectum), más en la naturaleza siempre parece quedar un residuo no controlable que se oculta a su condición objetual: la naturaleza es también abyecta (ab-jectum). Al margen y en el margen de lo calculable, en los bordes mismos del mundo, es decir en las líneas del artificio, ese borde entre-dos, totalmente paradojal, ambiguo unas veces y otras ambivalente, se encuentra una dimensión natural convenientemente ignorada, marginada y excluida: lo abyecto. Existe, pues, una dimensión abyecta, asqueante e insoportable de la naturaleza. Insoportable porque ahora no es base ni soporte para el ars humano, asqueante porque cancela de tajo toda posibilidad de goce racional. Lo abyecto no puede ser sublime, es aterrador. La naturaleza, incluso en su más degradante manifestación, como puede ser la peste o la enfermedad, o en su más feroz expresión, puede convertirse, a través del arte en algo bello y gozoso, pero lo abyecto, lo asqueroso, hace del sujeto una entidad ambigua, híbrida, mezclada: su cuerpo empieza a carecer de límites precisos. La abyección conmina al individuo a salir del medio y del entorno para sumergirse en semiestados de transformación y mutación: putrefacción, enfermedad, infección, en fin, pérdida gradual y quizás irreversible de la identidad. En la abyección, como dice Julia Kristeva, no hay sujeto ni objeto, todo es borde, liminaridad, trance, degradación.
Así pues, un campo-base sobre el que se construye y al que se denomina Naturaleza, no nos es suficiente para entender de qué hablamos cuando referimos lo natural. Tampoco la noción de Artificio es clara para comprender la oposición humana al campo controlable y disponible. Naturaleza y Artificio no son oposiciones: como dice Felix Duque, nada más natural para un moderno que un paisaje, con sus campos labrados, el bosque, el río y la montaña: productos todos ellos de una formación sociotécnica ya dominada por la máquina (Arte Público, Espacio Político. Madrid: Akal, 2001, pg. 17). Tendemos a pensar lo natural como sustrato y lo artificial como agregado, pero el sustrato es ya fabricación antigua, delimitación artificial, mundo humano ya dispuesto para nuestro consumo. Por esto la idea de regreso a lo natural, ante la deshumanización del progreso tecno-científico no es más que una ingenuidad ecologista. Felix Duque insiste en otra obra acerca de la posibilidad de reconocer el estado libre de la naturaleza que se expresa sin mediación alguna: ¿dónde se encuentra, en estado libre, dicha fuerza de la naturaleza? Es imposible encontrarla porque, sencillamente, no existe. La naturaleza está ahí, ante nuestros ojos: pero se halla en todo caso transformada por la técnica humana (Filosofía de la Técnica de la Naturaleza. Madrid: Tecnos, 1986. pg. 21). La naturaleza es pues sólo convención, idea cohesionadora de un estado de cosas actual frente a un registro cultural, ya Clement Rosset lo había avisado: “Las leyes instituidas por el hombre no son ni más artificiales ni más naturales que las aparente ‘leyes’ de la naturaleza: participan de un mismo orden azaroso, a un nivel diferente. En realidad las leyes de la naturaleza pertenecen a un orden tan institucional como las leyes establecidas por la sociedad: no han surgido de una imaginaria necesidad, sino que también han tenido que ‘instituirse’ gracias a circunstancias favorables, al igual que las leyes sociales (...) nada diferencia lo natural de lo artificial; o mejor, al no ser nada ‘natural’, la noción de artificialidad pierde toda significación” (Lógica de lo Peor. Barcelona: Barral, 1975. pg. 110).
No es la naturaleza un buen concepto para hablar de la Tierra. Si la naturaleza es sublime como intensidad produce un desequilibrio dinámico en el que el organismo se expone a la destrucción, pero la razón puede superponerse al riesgo y hacer indestructible una suerte de superorganismo espiritual que se eleva sobre aquello que amenaza. No hay para este caso un ejemplo de tanta contundencia como el Fitzcarraldo de Herzog, héroe diminuto pero inmenso ante la grandeza inconmensurable de la selva virgen. Puede el hombre dejar de temer ante el gozo estético, tal como nos lo explica Kant. Pero no es la naturaleza la que aterra, es la Tierra misma el impedimento para la domesticación del terror. La naturaleza puede ser bella, es bella como idea, como concepto; la Tierra, por otro lado, es capaz de la abyección. En ella se producen todo tipo de relaciones que no respetan reinos, alianzas celulares e invasiones permanentes, procesos parasitarios donde el huésped mata al anfitrión, cruces y simbiosis permanentes que permitieron hibridaciones imposibles. La tierra, y no la naturaleza, ha producido el ornitorrinco, gran demonio natural, mutante rey, híbrido perfecto. Y el hombre es ser de tierra (humus), producto de una constante adulteración natural: pierde el pelaje, su laringe baja, su mano moldea la placa expresiva de su rostro, se yergue, sus piernas crecen, los pies se deforman, los dedos se achatan y se juntan simétricamente, los ojos se aguzan; las hembras mantienen su forma artificial de lactancia y la boca libera en su interior las funciones primigenias de la alimentación para dar paso a un sistema artificial de expresión a un nivel elevado de abstracción. A la par del lenguaje, crea la imagen y tras ella su consciencia de muerte, atrapa el tiempo, lo mide, lo calcula y quiere ir más allá de la física. Pero si va más allá en el tiempo, también lo intenta en el espacio. Pero el hombre es ser de tierra, él no es más que un medio asociado para poblaciones enteras de microorganismos, bacterias y orgánulos a los que alimenta convenientemente, tratando de no enfermarse y proporcionarles peste. Somos esquizos por antonomasia, “somos legión”, estamos poseídos por millones y millones de habitantes para los que somos exterioridad.
Somos Tierra, sustancia viva y sedimentación fósil, osario que se mueve y transporta poblaciones enteras que migrarán cuando no les seamos útiles y buscarán otros medios (ambientes), en la profundidad abyecta de la que aparentemente nos habíamos desprendido y de la cual proceden nuestros alimentos. ¿Y nuestra inteligencia? ¿acaso somos más lúcidos que las plantas que han sabido seducirnos hasta forzarnos a hacer por ellas lo que por sí mismas no pueden, es decir moverse y diseminarse por cada lugar donde el hombre lo requiera? ¿acaso somos tan astutos como las bacterias que nos habitan, esas poblaciones constitutivas que quizás nos fabricaron para lograr salir de la biosfera hasta otros campos de posible colonización? Somos fabricación, ni más ni menos, y nuestras fábricas humanas tan sólo son expresión estratificada de una gran Mecanosfera. Como dice Deleuze: “no hay orden fijo, y un estrato puede servir de sustrato directo a otro independientemente de los intermediarios que se podrían considerar desde el punto de vista de los estadio y de los grados (por ejemplo, sectores microfísicas como sustrato inmediato de fenómenos orgánicos). O bien el orden aparente puede ser trastocado, y fenómenos tecnológicos o culturales ser un buen humus, un buen caldo, para el desarrollo de los insectos, de las bacterias, de los microbios o incluso de las partículas. La era industrial definida como era de los insectos...” (Mil Mesetas. Valencia: Pretextos, 2004. pg. 74).
Nuestra técnica no se define tanto desde la capacidad de construir, preparar, ocasionar (techne como teucho), es decir fabricar artificios, sino desde el existir o darse a la existencia y su fortuna o azar (techne como tynchano de tyche –azar). Es decir, la técnica de la que hablamos en función de lo humano es el lugar de los encuentros, donde se oponen la iniciativa (hacer) y el caso o la situación. Se requiere, como en todo encuentro una alianza más que una guerra. Así, como dice Felix Duque, “artificio” y “naturaleza” no son sino los extremos –variables en función según los estratos- de una historia: la historia de “abrir espacios” que es la Técnica (Arte Público, Espacio Político. Op. Cit.).
LA TÉCNICA Y LA FABRICACIÓN DE ENGENDROS
La Naturaleza no es “lo otro” de la Técnica, no es aquello con lo que la Técnica “trata”. La Naturaleza es un engendro técnico que se produce cuando el hombre, ser de tierra, cruza su hacer (techne) con la cerrazón terráquea. El hombre abre espacio, “espacia” en la Tierra, excava y encuentra provisión y a ello lo denomina Naturaleza. Pero también dice Naturaleza cuando desecha, cuando separa el residuo, cuando margina o encierra. Lo Natural es lo domeñable por la Técnica, pero también aquello que la Técnica no logra controlar. He aquí que lo natural se margina y se deja en los bordes, afuera de la ciudad, gran artificio, en el bosque o en el desierto, ambos amenazas permanentes por volver a cerrarse o devorar.
El bosque se cierra sobre el espacio que rodea, el desierto crece y devora aquello que sobre él se ha edificado. Pero lo natural también debe ser encerrado: monstruos, anormales, demonios. Todos se confinan en otro artificio, el laberinto, ruta de perdición en cuyo centro, es decir, en su fondo, ruge la hibridación diabólica de la Tierra. La Naturaleza alimenta pero también sobra, se consume pero también se desecha, es nutriente y excremento. Pero el excremento vuelve a transformarse en alimento, a través de la Tierra: lo que debía estar oculto aparece y reaparece, resucita, lo muerto vuelve y lo vivo se alimenta de ello, pero lo vivo muere y lo que se creía muerto vuelve a vivir gracias al nuevo alimento. La Tierra devuelve lo muerto y con lo muerto nace el Terror. Enterramos los muertos y la Tierra los devuelve, transformados. Algunas veces pestilentes, sin descomponerse del todo, a veces fragmentados, desmembrados, descerebrados, hambrientos y sedientos, como la Tierra misma. Quién mejor que George Romero para contarnos esta restitución diabólica de la Tierra. Sus muertos vuelven, además, por una colaboración de gases técnicos de bombas nucleares y radiación con la biología en proceso de descomposición. Vuelven para matar a quienes los han enterrado, para comerse sus cerebros, su inteligencia, es decir, su capacidad de fabricar gases que revivan muertos. Stephen King también nos lo dice en Pet Sematary, el cementerio ancestral de tierra dura, hosca, Tierra enemiga de la mano que trata de penetrarla para enterrar lo que volverá, tan asqueroso como sólo la Tierra puede ser. Aquello que vuelve, que no está ni vivo ni muerto, la abyección absoluta no quiere vivir sino matar, es decir, restituirle a la Tierra aquello que, por un proceso de transformación, parece habérsele desprendido.
Los muertos han vuelto por la animación técno-química en Romero y mágico-diabólica en King, pero aún un cruce mucho más aterrador se ha producido en la antigua Grecia: el engendro de engendros, producto fantástico de las bodas contra-natura, la alianza diabólica entre lo Humano y el Animal a través de la técnica: Minotauro. Pasifae enamorada del Toro requiere del ardid técnico de Dédalo para, con aquella vaca artificial que éste ha sabido construir, poder consumar su amor prohibido, de tales bodas nace un hombre con cabeza de Toro, vergüenza de la especie que debe ser escondido en otro artefacto técnico, el laberinto. En el fondo de éste, en el centro, morará el Terror, lo residual. Tal como el monstruo híbrido, delirio de la razón, cuya existencia ha sido decidida por la demencia del científico-dios, Frankenstein, gran espécimen residual, hecho de retazos, cosido y animado de electricidad. Gran zombie semimecánico, autómata nacido de las bodas contra-natura del cielo y la Tierra por intermedio de la humana razón extraviada y herética que desafía a los dioses. Frankenstein, el doctor, es el nuevo Prometeo, tal y como a Shelley le gustaba llamarlo. Pero el doctor Frankenstein es a la vez Prometeo y Dédalo. Artífice diabólico que obliga a la Tierra a devolver lo muerto, debe volver a fabricar un engendro, ahora femenino, con los miembros deformes de su propia prometida, para entregarla a su monstruosa creación primera. Las bodas contra-natura del cielo y la Tierra renuevan votos a través del acto herético de la razón. Frankenstein es el híbrido residual por excelencia, autómata, zombie, lisiado: James Whale ha sabido determinar esto perfectamente.
Desde la creación de Shelley faltarán aún 100 años para ver las ciudades europeas infestadas de lisiados, luego de la primera guerra mundial, entes residuales del espectáculo de Ares que, acompañado de sus hijos Phobos y Deimos, vuelve a participar en el mundo humano. Lisiados en los que, como Frankenstein, no es posible determinar qué es pedazo, si la parte que falta o el resto del cuerpo. Nadie como Grosz y Dix para mostrárnoslos. El cuerpo mismo como pedazo, como fragmento, unidad imposible, será el panorama de la primera posguerra y todos sus residuos, monstruos lisiados, privados de Yo unificador, indigentes abocados a la mendicidad y quizás impelidos al circo y la feria, a la exhibición monstruosa de sus objetos parciales, para el deleite de la también monstruosa catarsis óptica del voyeur de atrocidades. Pero el lisiado compite con un espectáculo mayor, igualmente residual, proveniente de las alianzas diabólicas de los animales y el hombre: seres circenses imposibles, anomalías, demonios, freaks, embriones detenidos en un punto del desarrollo, como dice Geoffroy Saint-Hilaire. Tod Browning puede decirnos mucho a este respecto con Freaks. Para el hombre de la norma, el normal, el espectáculo de la deformidad es tan atractivo como perturbador: lo que no debe ser revelado se revela, la naturaleza muestra una cara sórdida e incomprensible, siniestra, pero la celda y la pantalla lo convierten en espectador cuya razón puede admirarse dinámicamente del desbordamiento en lo informe que se deforma dentro de los límites naturales. Este desbordamiento no llega a ser tan aterrador como lo es la incapacidad de reconocer límites del espectador racional. Y esto es lo que propone Browning precisamente: el verdadero monstruo es el hombre normal.
Los cruces entre hombre y animal, cruces contra-natura, tan caros a los griegos, son posibles más allá de la magia, por mediación técnica. La Técnica, como hemos dicho, apoyados en Felix Duque, es el acto espaciador siempre mediante entre lo natural y lo artificial. El acto técnico esculpe y marca límites, “limpia” de sobrantes la materia sobre la que fabrica, crea imagen y configura el espacio y el tiempo, en una eterna confrontación con la muerte. Pero la Técnica no puede evitar los residuos que su labor deja. Excrescencias a las que la propia Técnica denomina Naturaleza. H.G Wells ha transformado este mundo excremencial en una isla regida por un científico-dios, hermano de sangre del doctor Frankenstein: el doctor Moreau. La inversión absoluta del Robinson de Defoe, Prendick, el náufrago, llega a una isla perdida en la que los límites entre humanidad y animalidad se han perdido, y esto gracias a la mediación técnica. Es la isla de los residuos técnicos que se acercan cada vez más a la bestialidad animal, cientos de animales-humanos, monstruos embrionarios, pasos intermedios entre estados constitutivos de especie, vergüenza natural, primos lejanos del antiguo Minotauro, aunque en estos ya no hay nada mágico. La Isla del doctor Moreau es también la isla del laberinto minoico, regida por Poseidón, ciudad maldita por los dioses debido a la herejía técnica que permite la hibridación de las bodas contra-natura. La Técnica es tan herética como la Naturaleza. De Aristóteles nos queda la perturbadora frase: “En efecto, la naturaleza es demoníaca, pero no divina”. Entre fabricación artificial y Naturaleza existe el demonio técnico que opta por depositar los residuos de su obra en la faz más oscura, es decir, el extremo “natural”, por lo cual tras cada acto de razón se esconde una pulsión feroz y maligna, residual y latente. Los residuos “naturales” dejados por el acto técnico se recomponen desde sus elementos primarios y producen derivados monstruosos, abyectos. Nadie como Lars Von Trier para mostrárnoslo en su película Antichrist. Con un marcado naturalismo genérico, su obra presenta la intercesión racional del psicoanálisis que abre el portal demoníaco de la pulsión natural. Aquí la razón no se extravía como en los científicos-locos de la ciencia ficción, sino que fabrica el portal de intersección entre el artificio social de la civilidad y la bestialidad instintiva. El mal del que hablan los hombres es la Naturaleza, no tiene sentido hablar de una “naturaleza del mal” pues Naturaleza y Mal equivalen. Y la Naturaleza para Von Trier es un llamado de la Tierra, una atracción feroz a la descomposición. El hombre es llamado a ser Tierra nuevamente, a descomponerse en sus elementos básicos. Por supuesto lo básico es sexual, lascivo, procreativo, nutricio. La Tierra es vientre insaciable, la Naturaleza es mujer. El Mal está alojado en el hombre que constantemente es reclamado por la Tierra, el hombre tiende a la Tierra, su vejez es constante inclinación hacia su estado inicial. La muerte y el sexo son un volver constante a la Tierra. Por esto la Tierra aterra, porque siempre obliga a la regresión. Los reclamos de restitución por parte de la Tierra son así, siempre terroríficos y el hombre no siempre puede sublimarlos, pues si bien la Tierra siempre reclama a través de la destrucción y dicha destrucción inminente puede, en determinado momento de lucidez, producirnos el gozo estético de lo sublime, también es cierto que lo natural demoníaco es invitación constante al estado primigenio de la viscosidad asqueante. Von Trier sustituye lo bello natural por el asco primordial del caldo constitutivo de todo organismo, la excrescencia originaria, el residuo conformador: sudor, semen, sangre, heces, tripas viscosas y todos los cruces posibles entre ellos: semen y sangre, heces y tripas. Por otro lado, la mutilación genital es también una regresión al mundo de los objetos parciales, el mundo de las profundidades cenagosas y pestilentes, al mundo químicamente puro de la Tierra.
Si la naturaleza es demoníaca, como dice Aristóteles y comprueba Von Trier, el demonio, esa suerte de sátiro, fauno abominable, híbrido por excelencia, primo hermano del Minotauro, es epifenómeno, manifestación natural. Por eso es el diablo el que invita a la regresión, al estado puro de los instintos, y a la vez es el que desorienta, el que pierde, el que nos lleva al laberinto. El gran transformista, el seductor, el falsario. Aquel con quien el hombre y la mujer tienen tratos, con quien se negocia. El demonio, como la técnica, abre portales y obliga a la caída del paraíso, el paradeisos, es decir el cerco. La Naturaleza del paraíso es cerco, límite y control, es cósmica. El demonio nos fuerza a que miremos el caos, que nos asomemos al abismo. Y el abismo es profundidad, sub-terráneo. El paradeisos puede ser imitado sobre la superficie y el hombre espacia técnicamente creando un entorno, un medio. Pero bajo el cerco, bajo el paraíso, está el abismo, la atracción por el vacío, la regresión y el llamado de la Tierra. El demonio, rey de la oscuridad y las profundidades, quizás sólo sea un emisario de la gran Madre nutricia que reclama sus elementos constitutivos dispersos y volátiles en organismos vivos. La función del demonio es pues, no llevar “almas” al infierno, sino restituir a la Tierra sus nutrientes orgánicos. Von Trier lo repite una y otra vez en su reflexión: por eso la mujer es demoníaca como la Tierra, ella es la invitación constante a la regresión, a la inmersión en la Tierra, en un proceso de descomposición gradual en el que cada elemento va tomando forma residual: la sangre, el semen, el pene, el clítoris. Ya en la Tierra, la Naturaleza se encarga del acto diabólico, de los cruces imposibles, de las alianzas químicas más insospechadas del caldo prebiótico primordial. Actos complejos de simplificación que resumen embrionariamente la vida entera, envidiables incluso para el genio superior de Frankenstein o Moreau, preocupados ingenuamente por las manifestaciones superficiales.
De aquí que lo aterrador del monstruo no es su apariencia, pues esta puede convertirse en espectáculo, en circo y en teatro, como bien lo han explorado Browning y Fellini. Lo terrorífico del monstruo es aquello que en su constitución biológica pudo haberse desviado o desbordado de los límites de la normalidad. El monstruo es superación de los límites. De aquí que la ciencia sea monstruosa, por eso la Técnica, acto espaciador, acto que fija límites, desecha siempre una parte significativa de su hacer, su sobrante, su residuo y lo convierte en Naturaleza y allí deposita todo aquello que amenaza los límites que ha impuesto. El hábitat “natural” de lo monstruoso es, por eso, la Naturaleza. Así, en la Naturaleza se presenta la posibilidad del desbordamiento y la transgresión, necesarios para la aparición de lo sublime, tal como lo entiende Kant. La Naturaleza es monstruosa porque no respeta límites: va más allá de la imaginación humana y es inconmensurablemente más fuerte que el hombre. El monstruo es una capacidad natural que desborda al hombre tanto física como espiritualmente, y el hombre sólo puede acariciar esta potencia por mediación de un hacer diabólico: la Técnica. La Técnica es un conjuro que permite superar los límites físicos y espirituales del hombre frente a la potencia natural. Pero el hombre sólo puede franquear los límites de la propia naturaleza, pues ella es también su propio límite. No hay límite humano más allá de la Naturaleza, es ella el gran obstáculo. Y aún este obstáculo el espíritu puede superarlo a través de su razón, gracias a la experiencia de lo sublime. Para la razón la naturaleza es sólo un medio de reconocimiento de lo sublime. Si la naturaleza es capaz del infinito, de la transgresión de límites, el hombre es capaz de comprenderlo y gozar con tal entendimiento. Ya no se trata sólo de conocimiento, ahora es una experiencia estética: de aquí que el terror pueda domesticarse. Pero el Terror no es sólo aquello que la razón domeña a través del goce estético, es también, como hemos dicho, residuo y regresión. Los monstruos, más que superación de límites son manifestación de un estado primitivo de indiscernibilidad en la forma. Por eso un Robot no es aterrador (ni sublime), en él aún puede reconocerse el artificio y puede ser “desconectado”, pues él mismo es fabricación de límites racionales. Un Robot no es un monstruo, se es monstruoso por la regresión a estados constitutivos, a elementos básicos. Monstruoso por regresión no quiere decir pérdida de facultades, a veces es todo lo contrario: adquisición de ellas, como en The Fly de Cronenberg.
En este sentido, el monstruo no es otra cosa que un mutante, entidad en la que no son reconocibles los límites reales en la clasificación lógica de géneros y especies, el mutante es manifestación terrorífica de un estado embrionario que ha desviado su ruta genética y es capaz de adaptarse a un medio (natural) asociado aún cuando este parezca hostil. De aquí que el Virus sea mutante, y que por extensión, el Parásito también lo sea. Entre virus y parásito quizás hay una diferencia de grado, pero no de “naturaleza”. Ambos se apoderan de un organismo vivo y lo transforman, hasta gobernarlo por completo. En la informática el hacker puede ser terrorista por su capacidad de infección del sistema. Igual ocurre con el medio natural. Es el miedo a la infección que destruye lo que convierte al virus y al parásito en entidades aterradoras. Ambos se instalan en un cuerpo (medio asociado), toman posesión de él y lo gobiernan hasta destruirlo. Así entre infección biológica y posesión diabólica existe una relación íntima, tal como lo muestra sugestivamente la película española REC de Jaume Balagueró. La capacidad de mutar en un medio, por más hostil que éste sea, hace del virus y el huésped una amenaza permanente que se comprende en términos políticos perfectamente por el miedo al inmigrante, como lo ha explorado fantásticamente Michael Haneke en Code Inconnu. En términos de ciencia ficción, este miedo al huésped, al parásito, y como metáfora, al inmigrante, es evidente en Alien de Ridley Scott. Alien es un pasajero inconveniente para la nave, un parásito que poco a poco se apodera del territorio y lo convierte en su reino, su medio asociado, para reproducirse frenéticamente. Hay en Alien, además, una metáfora inquietante: el frenetismo reproductivo de la gran madre, presenta una clara imagen de la regresión al mundo de las pulsiones elementales. Por otro lado, John Carpenter ha hecho su versión del miedo al huésped por parte del anfitrión en su perturbadora The Thing. Ya ni siquiera es posible asignarle un nombre, es sólo “algo”, una cosa, indiscernibilidad absoluta, expresión total del monstruo, potencia natural capaz de adaptarse a cualquier medio, The Thing. Virus que se aloja, parásito que gobierna, gran transformista, gran engañador, diabólica potencia de lo falso.
Al mutante lo produce la naturaleza, y la técnica puede imitarla, pero siempre de manera incompleta y torpe. El hombre siempre perderá el control de su fabricación, y en la mayoría de los casos perderá su razón. La ciencia es quizás por esto monstruosa, aunque en un sentido moral. El científico loco será juzgado siempre por no respetar los límites y cuando se habla de límites se habla de Naturaleza, pero esta, si seguimos a Rosset, no existe más que como una serie de convenios instituidos artificialmente. No es pues la tecno-ciencia lo aterrador, sino que a su través la Naturaleza se desencadena, y dicho desencadenamiento no es propiamente superación de límites sino regresión a estados en los que los límites no existen, es el mundo originario, el de las pulsiones elementales, es decir, el universo de Gea, Gaia, la Tierra.
NEOECOLOGISMO Y EL RUGIDO DE LA TIERRA
El reciente estreno de Avatar de James Cameron ha puesto sobre la mesa un tema que lleva más de 50 años de tratamiento mezquino y complaciente, con actitud de avestruz. Nuestra relación con la Tierra. Hay más temas en la película, por supuesto, como el colonialismo y la invasión, la sobrevaloración de la guerra (en este aspecto, Cameron parece estar reivindicándose de su oda al desarrollo armamentístico que significó Alien II) y la demonización de los cruces, alianzas e hibridaciones entre “especies”. Pero el eje temático es ciertamente ecológico, con una evidente remisión a la teoría Gaia de James Lovelock, los aportes significativos de Lynn Margulis y Dorion Sagan con Biosferas, el trabajo de Fritjof Capra en La Trama de la Vida, el de Gregory Bateson con Una Ecología de la Mente, de Michel Serres con El Contrato Natural, el de Gilles Deluze en Mil Mesetas o el de Manuel De Landa con Mil años de Historia No-Lineal. Sin embargo, más allá de analizar estas dimensiones reflexivas que, a manera de collage e inevitablemente de forma muy superficial, presenta Avatar, acudiremos a una constante ecologista trazada desde la década de los 70, expresada sobre todo por el cine y la literatura, que avisa la prometida catástrofe final de la vida orgánica. Por supuesto el aviso de una catástrofe natural se emparenta directamente con una experiencia de lo sublime, tal como lo hemos expuesto. Algunos canales de pago han colmado su parrilla de programación con cantidades de documentales ecologistas, desplazando casi totalmente sus intereses por especies animales para fijarse de una vez por todas en la Tierra. Aún así, el tema de la catástrofe sigue siendo controlado desde el soporte mediático de la videosfera, al mantener por un lado el espacio “natural” como paisaje de aventura o recreación turística que invita a la nostalgia del paraíso perdido o, por otro, a la denuncia abierta sobre los medios de consumo y tipo de vida humana que afecta al entorno y que se convierten (estas denuncias) en pugnas sin cuartel que se rigen por intereses políticos, como el documental An Incovenient Truth de Davis Guggenheim y presentado por Al Gore, contrincante de George Bush por la presidencia de EEUU, que expone de manera ampulosa una tesis paradójicamente muy conveniente para ciertas multinacionales, sobre la decidida influencia del CO2 en el cambio climático. Esta tesis fue rebatida por otro documental llamado The Great Global Warning Swindle de Martin Durkin, en el que se acusa de fraude la investigación expuesta por Gore. Este espinoso tema no nos interesa ahora.
El creciente interés por lo orgánico, la idea de autosostenibilidad y el estímulo a consumir materiales biodegradables, son también aparatos ideológicos cuyo soporte no es tan ecológico como económico. Y aunque ambas palabras tienen la misma raíz, Oikos, sus rutas culturales han divergido bastante. El caso aquí es que se parte de una aparente consciencia acerca del estado de catástrofe en el que nos estamos sumergiendo. El terror ahora no parece estar en la zona oscura sino que es visible y luminoso, la Tierra ahora es expresiva, quizás como nunca antes. Hemos pasado de la sofisticación sobrenatural de la novela gótica al gore y la abyección del cine contemporáneo. La Naturaleza ha muerto como Dios y, cuando parecía que sólo quedaba la Técnica, la Tierra ha empezado a despertar y rugir. Lo que nos hace temblar ahora no es la zona oscura, la contracara de la belleza que podía trascender gracias a la razón, sino la inminencia de la catástrofe. Conan Doyle creó la no tan fantástica historia del Profesor Challenger, científico excéntrico que pudo hacer llorar la Tierra con un pozo profundo.
La Tierra gimió ante la intervención del científico y la superficie entera se estremeció por los lamentos de las profundidades. Quizás algo infernal se había desatado, quizás un ancestral monstruo dormido había vuelto del profundo sueño. Hoy la Tierra parece haber recordado lo que alguna vez le hizo Challenger y está dispuesta a vengarse, pues después del profesor presentado por Conan Doyle, muchos siguieron su ejemplo y quisieron volver a presenciar tal espectáculo. Pero la Tierra no es un espectáculo, los espectáculos son superficiales, sólo se ven en la superficie. La Tierra es profundidad que se manifiesta, es siempre aquello que debiendo estar oculto aparece, es siniestra, pero también inevitable, es aterradora. Challenger y su estirpe han logrado despertar al gran engendro que antes sólo había respirado fuerte o simplemente tosido. De cada exhalación habían salido zombies, mutantes, monstruos pantanosos y boscosos, hombres de pulsiones elementales, bestias humanas, híbridos demoníacos, parásitos abyectos, viscosos y putrefactos o, incluso, de manera más sofisticada, grandes psicópatas, hombres en los que la razón se ha perdido (aunque ellos no hayan perdido la razón), genios en el arte de la regresión al mundo originario de la indiscernibilidad, transgresores del tabú y la humanidad, capaces del canibalismo y el incesto, es decir de la regresión a los estados constitutivos, regresión a la Tierra.
Pero ahora la Tierra no sólo exhala o suspira, ahora ruge y sus ensordecedores lamentos se escuchan por doquier. Ahora ya no hay velo, no hay reverso en el espectáculo. El espectáculo ha muerto y quizás eso explique la persistencia de la videosfera en fijar una imagen de la Tierra, o por lo menos de aquello que en ella está en peligro: fauna, flora, sociedades preindustriales, etc... Como dice Regis Debray, de nada se hacen tantas fotos y películas como de aquello que está en peligro de desaparecer. Pero lo que está en peligro es la parte de la Tierra que hemos humanizado, es decir, aquello que llamamos Naturaleza, nuestra gran fabricación y, por ende, la fábrica de fábricas, la despensa productiva. Quizás como le ocurrió a Challenger, los científicos del proyecto Kola en Rusia, conocieron el infierno a través de aquel pozo superprofundo “construido” o “fabricado” en Siberia en la década del 70 y que hubo de ser suspendido debido a los extraños descubrimientos registrados en cintas de audio. Eran voces infernales, gritos y lamentos, expresiones desconsoladas de dolor. Challenger no es ficción, alguien de verdad quiso hacer gemir la Tierra. El pozo de Kola es una perforación de la corteza continental de más de 12 kilómetros que fue suspendido por las imposibilidades que presenta la elevación de temperatura a este nivel. Sólo un tercio de la corteza y ya el hombre debe detenerse en su perforación, aunque una profundidad suficiente para oír el infierno. Creer o no en esta leyenda no es el tema ahora. El tema es que a sólo un tercio de profundidad de la corteza continental, el hombre ya es capaz de percibir (e imaginarse) el infierno, el reino demoníaco de donde emerge el terror y la abyección. Allí mora Belcebú, él devuelve sus muertos y vomita putrefacción, siempre está allí donde no está Dios y ahora que Dios ha muerto está por doquier. El diablo, el gran transformista, el seductor, el gran engañador, potencia pura y pulsión primaria. Su hábitat es la gran bola de lava que está en el centro terráqueo. Desde nuestro mundo no sabemos nada de él, nuestra superficial biosfera es sólo un mundo derivado de aquel mundo originario. Está demasiado lejos, demasiado profundo. Ahora se está revelando, se manifiesta y ahora, nos asombramos con el rostro del abismo. Una filosofía como la de Nietzsche no sería posible sin la intuición del abismo. Estamos rodeados de abismos, el cielo es también un abismo (también creado por Gea). Y en el abismo no hay nada para ver, sólo vacío, oscuridad. Así es el fondo de la Tierra. La Tierra es el abismo y desde lo profundo se escucha su rugido. Gracias a nuestras Técnicas la hemos hecho rugir. Creímos que nos hablaría cálidamente, es decir, “naturalmente”, pero ella sólo contesta con violencia y, curiosamente, no estábamos preparados para ello. Nuestro Terror ancestral, es decir, la incapacidad para adecuarnos a nuestro entorno es también el origen de nuestras técnicas y a través de ellas fabricamos la manera de abrir los portales por los que, inevitablemente, se filtran las excrescencias terráqueas, manifestaciones indomeñables para un mundo gobernado por el artificio. No hemos fabricado los engendros que nos aterran, sólo hemos abierto los portales que permiten su acceso a nuestro mundo, porque la Técnica es un espaciar constante, una perpetua actividad de franquicia y apertura, y el portal es el espacio perfecto, la mediación por excelencia. Así, a través de estos portales seguiremos escuchando el aterrador rugido de la Tierra.