viernes, 19 de noviembre de 2010

2. EL RUGIDO DE LA TIERRA: UNA HISTORIA DE TERROR. Reflexiones ecológico-apocalípticas (PARTE 2)

ANTICHRIST. LARS VON TRIER

NATURALEZA, ARTIFICIO Y TERROR
¿Es posible hablar de naturaleza sin pensar inmediatamente en aquello que ha sido conquistado por la labor humana? Desde la racionalidad ilustrada lo natural es ciertamente una oposición franqueable que suministra recursos para el consumo humano. Naturaleza es exterioridad, pero también base y soporte interior, esencia. Lo natural es determinación y necesidad, es lo siempre igual, no cambiante, estable, uniforme y, en el fondo, inmutable. Los cambios, desarrollos y progresos de la razón, a través de la ciencia, son obra humana, su gran triunfo sobre una entidad que cesó de oponerse para, por fin, disponerse y ser usada. Para la razón hay naturaleza siempre y cuando haya mundo, es decir, orden, limpieza y disposición. Esta idea confina lo natural a aquello “ya dado”, aquel entorno y paisaje que cada colectivo humano encuentra cuando intenta reconocerse y reconocer. El giro “natural” de ser determinación a determinabilidad no es tan brusco como parece. Si la naturaleza es condición de necesidad para la existencia biológica humana, por medio de la razón, el hombre es capaz de limitar y controlar dicho condicionamiento, para sacar provecho eficiente, hacer de su condicionamiento una oportunidad de progreso. Así, lo natural es desplazado a zonas marginales, zonas productivas: el exterior es material y recurso (natura naturata), mundo del cambio y domeñable por el trabajo; el interior es esencia y espíritu (natura naturans), comprensible por la capacidad lógica del sujeto. El hombre habita la naturaleza, pero también tiene su propia naturaleza, completamente distinta al resto de las entidades vivientes. Así, el hombre también es capaz del artificio que modula el cambio apariencial de la naturaleza y construye un mundo, es decir, determina, limita, calcula, mide y controla.

Lo natural es entorno o marco, medio (ambiente) que permite la labor humana y sobre la cual el hombre trabaja y construye. Lo artificial es aquello que, dentro del marco, adquiere sentido racional, es decir, sentido humano. Esta visión, por supuesto, hace de la naturaleza una entidad diferente al hombre mismo. El hombre es sujeto (sub-jectum) y la naturaleza objeto (ob-jectum), más en la naturaleza siempre parece quedar un residuo no controlable que se oculta a su condición objetual: la naturaleza es también abyecta (ab-jectum). Al margen y en el margen de lo calculable, en los bordes mismos del mundo, es decir en las líneas del artificio, ese borde entre-dos, totalmente paradojal, ambiguo unas veces y otras ambivalente, se encuentra una dimensión natural convenientemente ignorada, marginada y excluida: lo abyecto. Existe, pues, una dimensión abyecta, asqueante e insoportable de la naturaleza. Insoportable porque ahora no es base ni soporte para el ars humano, asqueante porque cancela de tajo toda posibilidad de goce racional. Lo abyecto no puede ser sublime, es aterrador. La naturaleza, incluso en su más degradante manifestación, como puede ser la peste o la enfermedad, o en su más feroz expresión, puede convertirse, a través del arte en algo bello y gozoso, pero lo abyecto, lo asqueroso, hace del sujeto una entidad ambigua, híbrida, mezclada: su cuerpo empieza a carecer de límites precisos. La abyección conmina al individuo a salir del medio y del entorno para sumergirse en semiestados de transformación y mutación: putrefacción, enfermedad, infección, en fin, pérdida gradual y quizás irreversible de la identidad. En la abyección, como dice Julia Kristeva, no hay sujeto ni objeto, todo es borde, liminaridad, trance, degradación.

Así pues, un campo-base sobre el que se construye y al que se denomina Naturaleza, no nos es suficiente para entender de qué hablamos cuando referimos lo natural. Tampoco la noción de Artificio es clara para comprender la oposición humana al campo controlable y disponible. Naturaleza y Artificio no son oposiciones: como dice Felix Duque, nada más natural para un moderno que un paisaje, con sus campos labrados, el bosque, el río y la montaña: productos todos ellos de una formación sociotécnica ya dominada por la máquina (Arte Público, Espacio Político. Madrid: Akal, 2001, pg. 17). Tendemos a pensar lo natural como sustrato y lo artificial como agregado, pero el sustrato es ya fabricación antigua, delimitación artificial, mundo humano ya dispuesto para nuestro consumo. Por esto la idea de regreso a lo natural, ante la deshumanización del progreso tecno-científico no es más que una ingenuidad ecologista. Felix Duque insiste en otra obra acerca de la posibilidad de reconocer el estado libre de la naturaleza que se expresa sin mediación alguna: ¿dónde se encuentra, en estado libre, dicha fuerza de la naturaleza? Es imposible encontrarla porque, sencillamente, no existe. La naturaleza está ahí, ante nuestros ojos: pero se halla en todo caso transformada por la técnica humana (Filosofía de la Técnica de la Naturaleza. Madrid: Tecnos, 1986. pg. 21). La naturaleza es pues sólo convención, idea cohesionadora de un estado de cosas actual frente a un registro cultural, ya Clement Rosset lo había avisado: “Las leyes instituidas por el hombre no son ni más artificiales ni más naturales que las aparente ‘leyes’ de la naturaleza: participan de un mismo orden azaroso, a un nivel diferente. En realidad las leyes de la naturaleza pertenecen a un orden tan institucional como las leyes establecidas por la sociedad: no han surgido de una imaginaria necesidad, sino que también han tenido que ‘instituirse’ gracias a circunstancias favorables, al igual que las leyes sociales (...) nada diferencia lo natural de lo artificial; o mejor, al no ser nada ‘natural’, la noción de artificialidad pierde toda significación” (Lógica de lo Peor. Barcelona: Barral, 1975. pg. 110).

No es la naturaleza un buen concepto para hablar de la Tierra. Si la naturaleza es sublime como intensidad produce un desequilibrio dinámico en el que el organismo se expone a la destrucción, pero la razón puede superponerse al riesgo y hacer indestructible una suerte de superorganismo espiritual que se eleva sobre aquello que amenaza. No hay para este caso un ejemplo de tanta contundencia como el Fitzcarraldo de Herzog, héroe diminuto pero inmenso ante la grandeza inconmensurable de la selva virgen. Puede el hombre dejar de temer ante el gozo estético, tal como nos lo explica Kant. Pero no es la naturaleza la que aterra, es la Tierra misma el impedimento para la domesticación del terror. La naturaleza puede ser bella, es bella como idea, como concepto; la Tierra, por otro lado, es capaz de la abyección. En ella se producen todo tipo de relaciones que no respetan reinos, alianzas celulares e invasiones permanentes, procesos parasitarios donde el huésped mata al anfitrión, cruces y simbiosis permanentes que permitieron hibridaciones imposibles. La tierra, y no la naturaleza, ha producido el ornitorrinco, gran demonio natural, mutante rey, híbrido perfecto. Y el hombre es ser de tierra (humus), producto de una constante adulteración natural: pierde el pelaje, su laringe baja, su mano moldea la placa expresiva de su rostro, se yergue, sus piernas crecen, los pies se deforman, los dedos se achatan y se juntan simétricamente, los ojos se aguzan; las hembras mantienen su forma artificial de lactancia y la boca libera en su interior las funciones primigenias de la alimentación para dar paso a un sistema artificial de expresión a un nivel elevado de abstracción. A la par del lenguaje, crea la imagen y tras ella su consciencia de muerte, atrapa el tiempo, lo mide, lo calcula y quiere ir más allá de la física. Pero si va más allá en el tiempo, también lo intenta en el espacio. Pero el hombre es ser de tierra, él no es más que un medio asociado para poblaciones enteras de microorganismos, bacterias y orgánulos a los que alimenta convenientemente, tratando de no enfermarse y proporcionarles peste. Somos esquizos por antonomasia, “somos legión”, estamos poseídos por millones y millones de habitantes para los que somos exterioridad.

Somos Tierra, sustancia viva y sedimentación fósil, osario que se mueve y transporta poblaciones enteras que migrarán cuando no les seamos útiles y buscarán otros medios (ambientes), en la profundidad abyecta de la que aparentemente nos habíamos desprendido y de la cual proceden nuestros alimentos. ¿Y nuestra inteligencia? ¿acaso somos más lúcidos que las plantas que han sabido seducirnos  hasta forzarnos a hacer por ellas lo que por sí mismas no pueden, es decir moverse y diseminarse por cada lugar donde el hombre lo requiera? ¿acaso somos tan astutos como las bacterias que nos habitan, esas poblaciones constitutivas que quizás nos fabricaron para lograr salir de la biosfera hasta otros campos de posible colonización? Somos fabricación, ni más ni menos, y nuestras fábricas humanas tan sólo son expresión estratificada de una gran Mecanosfera. Como dice Deleuze: “no hay orden fijo, y un estrato puede servir de sustrato directo a otro independientemente de los intermediarios que se podrían considerar desde el punto de vista de los estadio y de los grados (por ejemplo, sectores microfísicas como sustrato inmediato de fenómenos orgánicos). O bien el orden aparente puede ser trastocado, y fenómenos tecnológicos o culturales ser un buen humus, un buen caldo, para el desarrollo de los insectos, de las bacterias, de los microbios o incluso de las partículas. La era industrial definida como era de los insectos...” (Mil Mesetas. Valencia: Pretextos, 2004. pg. 74).

Nuestra técnica no se define tanto desde  la capacidad de construir, preparar, ocasionar (techne como teucho), es decir fabricar artificios, sino desde el existir o darse a la existencia y su fortuna o azar (techne como tynchano de tyche –azar). Es decir, la técnica de la que hablamos en función de lo humano es el lugar de los encuentros, donde se oponen la iniciativa (hacer) y el caso o la situación. Se requiere, como en todo encuentro una alianza más que una guerra. Así, como dice Felix Duque,  “artificio” y “naturaleza” no son sino los extremos –variables en función según los estratos- de una historia: la historia de “abrir espacios” que es la Técnica (Arte Público, Espacio Político. Op. Cit.).

LA TÉCNICA Y LA FABRICACIÓN DE ENGENDROS

La Naturaleza no es “lo otro” de la Técnica, no es aquello con lo que la Técnica “trata”. La Naturaleza es un engendro técnico que se produce cuando el hombre, ser de tierra, cruza su hacer (techne) con la cerrazón terráquea. El hombre abre espacio, “espacia” en la Tierra, excava y encuentra provisión y a ello lo denomina Naturaleza. Pero también dice Naturaleza cuando desecha, cuando separa el residuo, cuando margina o encierra. Lo Natural es lo domeñable por la Técnica, pero también aquello que la Técnica no logra controlar. He aquí que lo natural se margina y se deja en los bordes, afuera de la ciudad, gran artificio, en el bosque o en el desierto, ambos amenazas permanentes por volver a cerrarse o devorar.

El bosque se cierra sobre el espacio que rodea, el desierto crece y devora aquello que sobre él se ha edificado. Pero lo natural también debe ser encerrado: monstruos, anormales, demonios. Todos se confinan en otro artificio, el laberinto, ruta de perdición en cuyo centro, es decir, en su fondo, ruge la hibridación diabólica de la Tierra. La Naturaleza alimenta pero también sobra, se consume pero también se desecha, es nutriente y excremento. Pero el excremento vuelve a transformarse en alimento, a través de la Tierra: lo que debía estar oculto aparece y reaparece, resucita, lo muerto vuelve y lo vivo se alimenta de ello, pero lo vivo muere y lo que se creía muerto vuelve a vivir gracias al nuevo alimento. La Tierra devuelve lo muerto y con lo muerto nace el Terror. Enterramos los muertos y la Tierra los devuelve, transformados. Algunas veces pestilentes, sin descomponerse del todo, a veces fragmentados, desmembrados, descerebrados, hambrientos y sedientos, como la Tierra misma. Quién mejor que George Romero para contarnos esta restitución diabólica de la Tierra. Sus muertos vuelven, además, por una colaboración de gases técnicos de bombas nucleares y radiación con la biología en proceso de descomposición. Vuelven para matar a quienes los han enterrado, para comerse sus cerebros, su inteligencia, es decir, su capacidad de fabricar gases que revivan muertos. Stephen King también nos lo dice en Pet Sematary, el cementerio ancestral de tierra dura, hosca, Tierra enemiga de la mano que trata de penetrarla para enterrar lo que volverá, tan asqueroso como sólo la Tierra puede ser. Aquello que vuelve, que no está ni vivo ni muerto, la abyección absoluta no quiere vivir sino matar, es decir, restituirle a la Tierra aquello que, por un proceso de transformación, parece habérsele desprendido.

Los muertos han vuelto por la animación técno-química en Romero y mágico-diabólica en King, pero aún un cruce mucho más aterrador se ha producido en la antigua Grecia: el engendro de engendros, producto fantástico de las bodas contra-natura, la alianza diabólica entre lo Humano y el Animal a través de la técnica: Minotauro. Pasifae enamorada del Toro requiere del ardid técnico de Dédalo para, con aquella vaca artificial que éste ha sabido construir, poder consumar su amor prohibido, de tales bodas nace un hombre con cabeza de Toro, vergüenza de la especie que debe ser escondido en otro artefacto técnico, el laberinto. En el fondo de éste, en el centro, morará el Terror, lo residual. Tal como el monstruo híbrido, delirio de la razón, cuya existencia ha sido decidida por la demencia del científico-dios, Frankenstein, gran espécimen residual, hecho de retazos, cosido y animado de electricidad. Gran zombie semimecánico, autómata nacido de las bodas contra-natura del cielo y la Tierra por intermedio de la humana razón extraviada y herética que desafía a los dioses. Frankenstein, el doctor, es el nuevo Prometeo, tal y como a Shelley le gustaba llamarlo. Pero el doctor Frankenstein es a la vez Prometeo y Dédalo. Artífice diabólico que obliga a la Tierra a devolver lo muerto, debe volver a fabricar un engendro, ahora femenino, con los miembros deformes de su propia prometida, para entregarla a su monstruosa creación primera. Las bodas contra-natura del cielo y la Tierra renuevan votos a través del acto herético de la razón. Frankenstein es el híbrido residual por excelencia, autómata, zombie, lisiado: James Whale ha sabido determinar esto perfectamente.
Desde la creación de Shelley faltarán aún 100 años para ver las ciudades europeas infestadas de lisiados, luego de la primera guerra mundial, entes residuales del espectáculo de Ares que, acompañado de sus hijos Phobos y Deimos, vuelve a participar en el mundo humano. Lisiados en los que, como Frankenstein, no es posible determinar qué es pedazo, si la parte que falta o el resto del cuerpo. Nadie como Grosz y Dix para mostrárnoslos. El cuerpo mismo como pedazo, como fragmento, unidad imposible, será el panorama de la primera posguerra y todos sus residuos, monstruos lisiados, privados de Yo unificador, indigentes abocados a la mendicidad y quizás impelidos al circo y la feria, a la exhibición monstruosa de sus objetos parciales, para el deleite de la también monstruosa catarsis óptica del voyeur de atrocidades. Pero el lisiado compite con un espectáculo mayor, igualmente residual, proveniente de las alianzas diabólicas de los animales y el hombre: seres circenses imposibles, anomalías, demonios, freaks, embriones detenidos en un punto del desarrollo, como dice Geoffroy Saint-Hilaire. Tod Browning puede decirnos mucho a este respecto con Freaks. Para el hombre de la norma, el normal, el espectáculo de la deformidad es tan atractivo como perturbador: lo que no debe ser revelado se revela, la naturaleza muestra una cara sórdida e incomprensible, siniestra, pero la celda y la pantalla lo convierten en espectador cuya razón puede admirarse dinámicamente del desbordamiento en lo informe que se deforma dentro de los límites naturales. Este desbordamiento no llega a ser tan aterrador como lo es la incapacidad de reconocer límites del espectador racional. Y esto es lo que propone Browning precisamente: el verdadero monstruo es el hombre normal.

Los cruces entre hombre y animal, cruces contra-natura, tan caros a los griegos, son posibles  más allá de la magia, por mediación técnica. La Técnica, como hemos dicho, apoyados en Felix Duque, es el acto espaciador siempre mediante entre lo natural y lo artificial. El acto técnico esculpe y marca límites, “limpia” de sobrantes la materia sobre la que fabrica, crea imagen y configura el espacio y el tiempo, en una eterna confrontación con la muerte. Pero la Técnica no puede evitar los residuos que su labor deja. Excrescencias a las que la propia Técnica denomina Naturaleza. H.G Wells  ha transformado este mundo excremencial en una isla regida por un científico-dios, hermano de sangre del doctor Frankenstein: el doctor Moreau. La inversión absoluta del Robinson de Defoe, Prendick, el náufrago, llega a una isla perdida en la que los límites entre humanidad y animalidad se han perdido, y esto gracias a la mediación técnica. Es la isla de los residuos técnicos que se acercan cada vez más a la bestialidad animal, cientos de animales-humanos, monstruos embrionarios, pasos intermedios entre estados constitutivos de especie, vergüenza natural, primos lejanos del antiguo Minotauro, aunque en estos ya no hay nada mágico. La Isla del doctor Moreau es también la isla del laberinto minoico, regida por Poseidón, ciudad maldita por los dioses debido a la herejía técnica que permite la hibridación de las bodas contra-natura. La Técnica es tan herética como la Naturaleza. De Aristóteles nos queda la perturbadora frase: “En efecto, la naturaleza es demoníaca, pero no divina”. Entre fabricación artificial y Naturaleza existe el demonio técnico que opta por depositar los residuos de su obra en la faz más oscura, es decir, el extremo “natural”, por lo cual tras cada acto de razón se esconde una pulsión feroz y maligna, residual y latente. Los residuos “naturales” dejados por el acto técnico se recomponen desde sus elementos primarios y producen derivados monstruosos, abyectos. Nadie como Lars Von Trier para mostrárnoslo en su película Antichrist. Con un marcado naturalismo genérico, su obra presenta la intercesión racional del psicoanálisis que abre el portal demoníaco de la pulsión natural. Aquí la razón no se extravía como en los científicos-locos de la ciencia ficción, sino que fabrica el portal de intersección entre el artificio social de la civilidad y la bestialidad instintiva. El mal del que hablan los hombres es la Naturaleza, no tiene sentido hablar de una “naturaleza del mal” pues Naturaleza y Mal equivalen. Y la Naturaleza para Von Trier es un llamado de la Tierra, una atracción feroz a la descomposición. El hombre es llamado a ser Tierra nuevamente, a descomponerse en sus elementos básicos. Por supuesto lo básico es sexual, lascivo, procreativo, nutricio. La Tierra es vientre insaciable, la Naturaleza es mujer. El Mal está alojado en el hombre que constantemente es reclamado por la Tierra, el hombre tiende a la Tierra, su vejez es constante inclinación hacia su estado inicial. La muerte y el sexo son un volver constante a la Tierra. Por esto la Tierra aterra, porque siempre obliga a la regresión. Los reclamos de restitución por parte de la Tierra son así, siempre terroríficos y el hombre no siempre puede sublimarlos, pues si bien la Tierra siempre reclama a través de la destrucción y dicha destrucción inminente puede, en determinado momento de lucidez, producirnos el gozo estético de lo sublime, también es cierto que lo natural demoníaco es invitación constante al estado primigenio de la viscosidad asqueante. Von Trier sustituye lo bello natural por el asco primordial del caldo constitutivo de todo organismo, la excrescencia originaria, el residuo conformador: sudor, semen, sangre, heces, tripas viscosas y todos los cruces posibles entre ellos: semen y sangre, heces y tripas. Por otro lado, la mutilación genital es también una regresión al mundo de los objetos parciales, el mundo de las profundidades cenagosas y pestilentes, al mundo químicamente puro de la Tierra.

Si la naturaleza es demoníaca, como dice Aristóteles y comprueba Von Trier, el demonio, esa suerte de sátiro, fauno abominable, híbrido por excelencia, primo hermano del Minotauro, es epifenómeno, manifestación natural. Por eso es el diablo el que invita a la regresión, al estado puro de los instintos, y a la vez es el que desorienta, el que pierde, el que nos lleva al laberinto. El gran transformista, el seductor, el falsario. Aquel con quien el hombre y la mujer tienen tratos, con quien se negocia. El demonio, como la técnica, abre portales y obliga a la caída del paraíso, el paradeisos, es decir el cerco. La Naturaleza del paraíso es cerco, límite y control, es cósmica. El demonio nos fuerza a que miremos el caos, que nos asomemos al abismo. Y el abismo es profundidad, sub-terráneo. El paradeisos puede ser imitado sobre la superficie y el hombre espacia técnicamente creando un entorno, un medio. Pero bajo el cerco, bajo el paraíso, está el abismo, la atracción por el vacío, la regresión y el llamado de la Tierra. El demonio, rey de la oscuridad y las profundidades, quizás sólo sea un emisario de la gran Madre nutricia que reclama sus elementos constitutivos dispersos y volátiles en organismos vivos. La función del demonio es pues, no llevar “almas” al infierno, sino restituir a la Tierra sus nutrientes orgánicos. Von Trier lo repite una y otra vez en su reflexión: por eso la mujer es demoníaca como la Tierra, ella es la invitación constante a la regresión, a la inmersión en la Tierra, en un proceso de descomposición gradual en el que cada elemento va tomando forma residual: la sangre, el semen, el pene, el clítoris. Ya en la Tierra, la Naturaleza se encarga del acto diabólico, de los cruces imposibles, de las alianzas químicas más insospechadas del caldo prebiótico primordial. Actos complejos de simplificación que resumen embrionariamente la vida entera, envidiables incluso para el genio superior de Frankenstein o Moreau, preocupados ingenuamente por las manifestaciones superficiales.

De aquí que lo aterrador del monstruo no es su apariencia, pues esta puede convertirse en espectáculo, en circo y en teatro, como bien lo han explorado Browning y Fellini. Lo terrorífico del monstruo es aquello que en su constitución biológica pudo haberse desviado o desbordado de los límites de la normalidad. El monstruo es superación de los límites. De aquí que la ciencia sea monstruosa, por eso la Técnica, acto espaciador, acto que fija límites, desecha siempre una parte significativa de su hacer, su sobrante, su residuo y lo convierte en Naturaleza y allí deposita todo aquello que amenaza los límites que ha impuesto. El hábitat “natural” de lo monstruoso es, por eso, la Naturaleza. Así, en la Naturaleza se presenta la posibilidad del desbordamiento y la transgresión, necesarios para la aparición de lo sublime, tal como lo entiende Kant. La Naturaleza es monstruosa porque no respeta límites: va más allá de la imaginación humana y es inconmensurablemente más fuerte que el hombre. El monstruo es una capacidad natural que desborda al hombre tanto física como espiritualmente, y el hombre sólo puede acariciar esta potencia por mediación de un hacer diabólico: la Técnica. La Técnica es un conjuro que permite superar los límites físicos y espirituales del hombre frente a la potencia natural. Pero el hombre sólo puede franquear los límites de la propia naturaleza, pues ella es también su propio límite. No hay límite humano más allá de la Naturaleza, es ella el gran obstáculo. Y aún este obstáculo el espíritu puede superarlo a través de su razón, gracias a la experiencia de lo sublime. Para la razón la naturaleza es sólo un medio de reconocimiento de lo sublime. Si la naturaleza es capaz del infinito, de la transgresión de límites, el hombre es capaz de comprenderlo y gozar con tal entendimiento. Ya no se trata sólo de conocimiento, ahora es una experiencia estética: de aquí que el terror pueda domesticarse. Pero el Terror no es sólo aquello que la razón domeña a través del goce estético, es también, como hemos dicho, residuo y regresión. Los monstruos, más que superación de límites son manifestación de un estado primitivo de indiscernibilidad en la forma. Por eso un Robot no es aterrador (ni sublime), en él aún puede reconocerse el artificio y puede ser “desconectado”, pues él mismo es fabricación de límites racionales. Un Robot no es un monstruo, se es monstruoso por la regresión a estados constitutivos, a elementos básicos. Monstruoso por regresión no quiere decir pérdida de facultades, a veces es todo lo contrario: adquisición de ellas, como en The Fly de Cronenberg. 

En este sentido, el monstruo no es otra cosa que un mutante, entidad en la que no son reconocibles los límites reales en la clasificación lógica de géneros y especies, el mutante es manifestación terrorífica de un estado embrionario que ha desviado su ruta genética y es capaz de adaptarse a un medio (natural) asociado aún cuando este parezca hostil. De aquí que el Virus sea mutante, y que por extensión, el Parásito también lo sea.
Entre virus y parásito quizás hay una diferencia de grado, pero no de “naturaleza”. Ambos se apoderan de un organismo vivo y lo transforman, hasta gobernarlo por completo. En la informática el hacker puede ser terrorista por su capacidad de infección del sistema. Igual ocurre con el medio natural. Es el miedo a la infección que destruye lo que convierte al virus y al parásito en entidades aterradoras. Ambos se instalan en un cuerpo (medio asociado), toman posesión de él y lo gobiernan hasta destruirlo. Así entre infección biológica y posesión diabólica existe una relación íntima, tal como lo muestra sugestivamente la película española REC de Jaume Balagueró. La capacidad de mutar en un medio, por más hostil que éste sea, hace del virus y el huésped una amenaza permanente que se comprende en términos políticos perfectamente por el miedo al inmigrante, como lo ha explorado fantásticamente Michael Haneke en Code Inconnu. En términos de ciencia ficción, este miedo al huésped, al parásito, y como metáfora, al inmigrante, es evidente en Alien de Ridley Scott. Alien es un pasajero inconveniente para la nave, un parásito que poco a poco se apodera del territorio y lo convierte en su reino, su medio asociado, para reproducirse frenéticamente. Hay en Alien, además, una metáfora inquietante: el frenetismo reproductivo de la gran madre, presenta una clara imagen de la regresión al mundo de las pulsiones elementales. Por otro lado, John Carpenter ha hecho su versión del miedo al huésped por parte del anfitrión en su perturbadora The Thing. Ya ni siquiera es posible asignarle un nombre, es sólo “algo”, una cosa, indiscernibilidad absoluta, expresión total del monstruo, potencia natural capaz de adaptarse a cualquier medio, The Thing. Virus que se aloja, parásito que gobierna, gran transformista, gran engañador, diabólica potencia de lo falso.

Al mutante lo produce la naturaleza, y la técnica puede imitarla, pero siempre de manera incompleta y torpe. El hombre siempre perderá el control de su fabricación, y en la mayoría de los casos perderá su razón. La ciencia es quizás por esto monstruosa, aunque en un sentido moral. El científico loco será juzgado siempre por no respetar los límites y cuando se habla de límites se habla de Naturaleza, pero esta, si seguimos a Rosset, no existe más que como una serie de convenios instituidos artificialmente. No es pues la tecno-ciencia lo aterrador, sino que a su través la Naturaleza se desencadena, y dicho desencadenamiento no es propiamente superación de límites sino regresión a estados en los que los límites no existen, es el mundo originario, el de las pulsiones elementales, es decir, el universo de Gea, Gaia, la Tierra.


NEOECOLOGISMO Y EL RUGIDO DE LA TIERRA

El reciente estreno de Avatar de James Cameron ha puesto sobre la mesa un tema que lleva más de 50 años de tratamiento  mezquino y complaciente, con actitud de avestruz. Nuestra relación con la Tierra. Hay más temas en la película, por supuesto, como el colonialismo y la invasión, la sobrevaloración de la guerra (en este aspecto, Cameron parece estar reivindicándose de su oda al desarrollo armamentístico que significó Alien II) y la demonización de los cruces, alianzas e hibridaciones entre “especies”. Pero el eje temático es ciertamente ecológico, con una evidente remisión a la teoría Gaia de James Lovelock, los aportes significativos de Lynn Margulis y Dorion Sagan con Biosferas, el trabajo de Fritjof Capra en La Trama de la Vida, el de Gregory Bateson con Una Ecología de la Mente, de Michel Serres con El Contrato Natural, el de Gilles Deluze en Mil Mesetas o el de Manuel De Landa con Mil años de Historia No-Lineal. Sin embargo, más allá de analizar estas dimensiones reflexivas que, a manera de collage e inevitablemente de forma muy superficial, presenta Avatar, acudiremos a una constante ecologista trazada desde la década de los 70, expresada sobre todo por el cine y la literatura, que avisa la prometida catástrofe final de la vida orgánica. Por supuesto el aviso de una catástrofe natural se emparenta directamente con una experiencia de lo sublime, tal como lo hemos expuesto. Algunos canales de pago han colmado su parrilla de programación con cantidades de documentales ecologistas, desplazando casi totalmente sus intereses por especies animales para fijarse de  una vez por todas en la Tierra. Aún así, el tema de la catástrofe sigue siendo controlado desde el soporte mediático de la videosfera, al mantener por un lado el espacio “natural” como paisaje de aventura o recreación turística que invita a la nostalgia del paraíso perdido o, por otro, a la denuncia abierta sobre los medios de consumo y tipo de vida humana que afecta al entorno y que se convierten (estas denuncias) en pugnas sin cuartel que se rigen por intereses políticos, como el documental An Incovenient Truth de Davis Guggenheim y presentado por Al Gore, contrincante de George Bush por la presidencia de EEUU, que expone de manera ampulosa una tesis paradójicamente muy conveniente para ciertas multinacionales, sobre la decidida influencia del CO2 en el cambio climático. Esta tesis fue rebatida por otro documental llamado The Great Global Warning Swindle de Martin Durkin, en el que se acusa de fraude la investigación expuesta por Gore. Este espinoso tema no nos interesa ahora.
El creciente interés por lo orgánico, la idea de autosostenibilidad y el estímulo a consumir materiales biodegradables, son también aparatos ideológicos cuyo soporte no es tan ecológico como económico. Y aunque ambas palabras tienen la misma raíz, Oikos, sus rutas culturales han divergido bastante. El caso aquí es que se parte de una aparente consciencia acerca del estado de catástrofe en el que nos estamos sumergiendo. El terror ahora no parece estar en la zona oscura sino que es visible y luminoso, la Tierra ahora es expresiva, quizás como nunca antes. Hemos pasado de la sofisticación sobrenatural de la novela gótica al gore y la abyección del cine contemporáneo. La Naturaleza ha muerto como Dios y, cuando parecía que sólo quedaba la Técnica, la Tierra ha empezado a despertar y rugir. Lo que nos hace temblar ahora no es la zona oscura, la contracara de la belleza que podía trascender gracias a la razón, sino la inminencia de la catástrofe. Conan Doyle creó la no tan fantástica historia del Profesor Challenger, científico excéntrico que pudo hacer llorar la Tierra con un pozo profundo.

La Tierra gimió ante la intervención del científico y la superficie entera se estremeció por los lamentos de las profundidades. Quizás algo infernal se había desatado, quizás un ancestral monstruo dormido había vuelto del profundo sueño. Hoy la Tierra parece haber recordado lo que alguna vez le hizo Challenger y está dispuesta a vengarse, pues después del profesor presentado por Conan Doyle, muchos siguieron su ejemplo y quisieron volver a presenciar tal espectáculo. Pero la Tierra no es un espectáculo, los espectáculos son superficiales, sólo se ven en la superficie. La Tierra es profundidad que se manifiesta, es siempre aquello que debiendo estar oculto aparece, es siniestra, pero también inevitable, es aterradora. Challenger y su estirpe han logrado despertar al gran engendro que antes sólo había respirado fuerte o simplemente tosido. De cada exhalación habían salido zombies, mutantes, monstruos pantanosos y boscosos, hombres de pulsiones elementales, bestias humanas, híbridos demoníacos, parásitos abyectos, viscosos y putrefactos o, incluso, de manera más sofisticada, grandes psicópatas, hombres en los que la razón se ha perdido (aunque ellos no hayan perdido la razón), genios en el arte de la regresión al mundo originario de la indiscernibilidad, transgresores del tabú y la humanidad, capaces del canibalismo y el incesto, es decir de la regresión a los estados constitutivos, regresión a la Tierra.

Pero ahora la Tierra no sólo exhala o suspira, ahora ruge y sus ensordecedores lamentos se escuchan por doquier. Ahora ya no hay velo, no hay reverso en el espectáculo. El espectáculo ha muerto y quizás eso explique la persistencia de la videosfera en fijar una imagen de la Tierra, o por lo menos de aquello que en ella está en peligro: fauna, flora, sociedades preindustriales, etc... Como dice Regis Debray, de nada se hacen tantas fotos y películas como de aquello que está en peligro de desaparecer. Pero lo que está en peligro es la parte de la Tierra que hemos humanizado, es decir, aquello que llamamos Naturaleza, nuestra gran fabricación y, por ende, la fábrica de fábricas, la despensa productiva. Quizás como le ocurrió a Challenger, los científicos del proyecto Kola en Rusia, conocieron el infierno a través de aquel pozo superprofundo “construido” o “fabricado” en Siberia en la década del 70 y que hubo de ser suspendido debido a los extraños descubrimientos registrados en cintas de audio. Eran voces infernales, gritos y lamentos, expresiones desconsoladas de dolor. Challenger no es ficción, alguien de verdad quiso hacer gemir la Tierra. El pozo de Kola es una perforación de la corteza continental de más de 12 kilómetros que fue suspendido por las imposibilidades que presenta la elevación de temperatura a este nivel. Sólo un tercio de la corteza y ya el hombre debe detenerse en su perforación, aunque una profundidad suficiente para oír el infierno. Creer o no en esta leyenda no es el tema ahora. El tema es que a sólo un tercio de profundidad de la corteza continental, el hombre ya es capaz de percibir (e imaginarse) el infierno, el reino demoníaco de donde emerge el terror y la abyección. Allí mora Belcebú, él devuelve sus muertos y vomita putrefacción, siempre está allí donde no está Dios y ahora que Dios ha muerto está por doquier. El diablo, el gran transformista, el seductor, el gran engañador, potencia pura y pulsión primaria. Su hábitat es la gran bola de lava que está en el centro terráqueo. Desde nuestro mundo no sabemos nada de él, nuestra superficial biosfera es sólo un mundo derivado de aquel mundo originario. Está demasiado lejos, demasiado profundo. Ahora se está revelando, se manifiesta y ahora, nos asombramos con el rostro del abismo. Una filosofía como la de Nietzsche no sería posible sin la intuición del abismo. Estamos rodeados de abismos, el cielo es también un abismo (también creado por Gea). Y en el abismo no hay nada para ver, sólo vacío, oscuridad. Así es el fondo de la Tierra. La Tierra es el abismo y desde lo profundo se escucha su rugido. Gracias a nuestras Técnicas la hemos hecho rugir. Creímos que nos hablaría cálidamente, es decir, “naturalmente”, pero ella sólo contesta con violencia y, curiosamente, no estábamos preparados para ello. Nuestro Terror ancestral, es decir, la incapacidad para adecuarnos a nuestro entorno es también el origen de nuestras técnicas y a través de ellas fabricamos la manera de abrir los portales por los que, inevitablemente, se filtran las excrescencias terráqueas, manifestaciones indomeñables para un mundo gobernado por el artificio. No hemos fabricado los engendros que nos aterran, sólo hemos abierto los portales que permiten su acceso a nuestro mundo, porque la Técnica es un espaciar constante, una perpetua actividad de franquicia y apertura, y el portal es el espacio perfecto, la mediación por excelencia. Así, a  través de estos portales seguiremos escuchando el aterrador rugido de la Tierra.


1. EL RUGIDO DE LA TIERRA: UNA HISTORIA DE TERROR. Reflexiones ecológico-apocalípticas (PARTE 1)

Por Juan Diego Parra Valencia















Y la tierra entreabierta por todas partes muestra áridos secretos.
Secretos como superficies.
La  tierra y sus nervios, y sus prehistóricas soledades,
la tierra de geologías primitivas,
donde se descubren secciones del mundo
en una sombra negra como el carbón.
La tierra es madre bajo el hielo del fuego.
Antonin Artaud




Creemos haber fabricado nuestros más profundos miedos, creemos haber hecho del mundo un espacio del Terror. Creemos que la Técnica, nuestra tecnología, ha terminado  por transformar nuestro hábitat, nuestra querida Tierra madre, en un espacio hostil, inhóspito, siniestro. Pero la Tierra siempre ha sido monstruosa y nuestras técnicas sólo se han dedicado a abrir los portales a través de los cuales sus vómitos y supuraciones aparecen: zombies, mutantes, aliens, bestias humanas, virus, parásitos, demonios, son todos hijos de la Tierra. La Tierra ha sido siempre lo desconocido, aquello que debiendo estar oculto se revela. Siniestra y aterradora, ahora La Tierra ruge con más violencia que nunca, a través de sus grietas y bocas pestilentes parece querer revelar su profundo secreto de geologías primigenias. Mas este rugido hemos sabido disimularlo por un tiempo con ardides y artificios de todo tipo. Uno de ellos, el más genial, ha sido hacer de la Tierra una indeterminación conceptual: la hemos convertido en Naturaleza. La Tierra como Naturaleza es apacible, uniforme, estable, inmutable y bella, quizás a veces se revele feroz y agresiva, incontrolable, pero nuestra razón podrá comprender que en tal acto destructor está el gozo estético de lo sublime. Pero la Naturaleza como faz visible a la contemplación tiene un límite: lo siniestro. Pues tras este límite La Tierra se escucha rugir. Es la profundidad, el abismo, los mundos inasignables de la indeterminación y la mezcla, los mundos demoníacos de lo contra-natura.

La pantalla natural sobre la que nos posamos es superficie que cubre una profundidad incomprensible. Ese espacio hosco, duro, de la superficie se cierra rígidamente para que lo profundo siga en su sitio. Porque la Tierra es también cerrazón, dureza, hostilidad y nuestras técnicas siempre han buscado abrirla, franquearla. A veces de manera ruin, otras de manera co-laborativa, pero siempre el resultado ha sido la apertura de pórticos, grietas o fisuras por los que el engendro terráqueo aparece. La Técnica impide que hablemos de Naturaleza o Artificio: ambos sólo son extremos del acto espaciador que es la Técnica. Es cierto que la racionalidad ilustrada logró hacer de lo natural el espacio objetivo, despensa que dejó de oponerse para estar a disposición, alejando todo el aspecto aterrador de la profundidad hacia el territorio metafísico, fuera en términos psicologistas o supersticiosos. La Naturaleza convertida en materia productiva no inspira ningún miedo y hoy, para nosotros, herederos de la racionalidad moderna, nada natural tiene connotaciones terroríficas, todo lo contrario, hay en lo natural un tufo nostálgico de paraíso perdido, la Naturaleza es espacio de encuentro con nuestro origen idílico y puro. Pero en la Naturaleza hay todo menos pureza y limpidez, lo natural es pestilente, fétido, excremencial, viscoso, es el mundo de las mezclas eternas. Pues a esa dimensión putrefacta de la Naturaleza se le ha llamado Tierra, el espacio del temblor, del movimiento, de lo telúrico, el escenario del Terror.

 
"Caminante sobre un mar de niebla",
Gaspar David Friedrich
 
Fitzcarraldo. Werner Herzog



























En el romanticismo hubo una intuición potente y mítica. Nada mejor que Caspar David Friedrich para mostrárnoslo. Quizás sólo Herzog en su Fitzcarraldo (1982) ha llegado a tal trascendencia: en la selva, Naturaleza primordial, estado de caos e indiscernibilidad, la música recorre con su infinita voluntad el mundo inhóspito y lo sublima. A través de la música de Verdi y Caruso el espíritu domina el caos originario. Pero la música, que es el lenguaje de la Voluntad ciega, es también el portal técnico que invoca los monstruos de la profundidad. Las riberas del río se pueblan de seres primitivos, nativos de la Naturaleza primordial y potenciales invasores del barco musical de Brian Fitzgerald. No hay tanta diferencia entre este llamado y el del flautista de Hamelin. La música, la más alta sublimación, el arte que no “representa”, habla el lenguaje de las pulsiones elementales, del mundo originario. A su través se consigue lo sublime en la selva inhóspita y siniestra, la naturaleza no es sublime, es sólo el medio para acceder a lo sublime, por esto Fitzcarraldo debe atravesarla, imponérsele y al fin, implantar el teatro de ópera en plena selva. Pero esta genial intuición schopenhaeriana, de la música como expresión sublime por excelencia que subordina la ferocidad natural, hoy no parece tener cabida. En el actual régimen visual del video, la Naturaleza puede controlarse en la pantalla, y la experiencia de lo sublime es ahora una anestesia óptica. El caso del documental Life Alter People (2000)  de History Channel es revelador e impactante. En él vemos, por reconstrucción computarizada (y bendición tecnológica), qué será de la Tierra si el hombre por fin desaparece de su faz. El espectáculo es abrumador, catártico, sublime. Nada más kantiano que esta visión de la fuerza devastadora latente de la Naturaleza, admirada desde la tranquilidad del cuarto y la pantalla. Es el gozoso sentimiento de la infinitud contemplada desde la “desinteresada” lejanía. El gran océano, el huracán, el tifón, todo aquello inconmensurable, capaz de destruir sin esfuerzo a cualquier individuo, se contempla desde la distancia. El gozo de lo sublime ahora ya no necesita de la facultad racional y el sentimiento moral kantianos sino de un televisor y una suscripción a la televisión por cable. Caspar David Friedrich ha sido ahora totalmente reemplazado por History Channel y sus herramientas computarizadas.

A través de la pantalla la Naturaleza es finalmente espectáculo. Mas, por otro lado, el espectáculo puede devenir aterrador. La imagen de la Naturaleza poco a poco se ha ido transformando en  exhibición de desastre y catástrofe. La ferocidad natural ante los ojos, el mundo de las pulsiones elementales manifestándose con toda su violencia y esto es quizás otro ardid de la videosfera para anestesiarnos emocionalmente a través de un espectáculo. Quizás una forma de desmitificar las profundidades y los abismos del mundo originario, mostrándonos sólo sus expresiones en el mundo derivado. El cine  naturalista, heredero directo de Zola, parece haber caducado. Después de Buñuel, Stroheim, Boorman y Nicholas Ray ahora parece que sólo sobrevive el género gracias a Haneke. El mundo de las pulsiones originarias del ser humano parece haber encontrado su vocación expresiva en los psicópatas, hombres bestiales y monstruosos que hacen uso de la razón para fines primarios. Por supuesto el psicópata no es un demonio ni un zombie, es un enfermo mental y puede ser controlado, explicado y quizás comprendido. El mundo originario puede, a pesar de todo, ser controlado en la superficie, es decir en el mundo derivado. La pulsión natural ahora es campo documental que acrecienta las arcas de canales de divulgación científica. Y a este respecto, precisamente debemos apoyarnos en Regis Debray cuando dice que  “de nada se hacen tantas fotos o películas como de aquello que se sabe amenazado de desaparición: fauna, flora, tierra natal, viejos barrios, fondos submarinos. Con la ansiedad de quien tiene los días contados, se agranda el furor documental” (Vida y muerte de la imagen). Pues este furor documental, precisamente, ha renovado un discurso mítico que rodea a la Naturaleza: el caos originario y la catástrofe definitiva. La catástrofe es el estado de crueldad natural por excelencia y tras ella, tras la imagen cruel del desastre, aparece una individualidad monstruosa: La Tierra. Es la Tierra la que desgarra la pantalla Natural, la desgarra con la violencia de las profundidades y el abismo. El naturalismo renace, a pesar de todo, ahora el mundo de las pulsiones elementales, es de una vez por todas, La Tierra. La Tierra, antigua madre, revela su verdadero rostro, el ominoso, el inhóspito, siniestro, unheimlich.

DE LO SINIESTRO AL TERROR

Sin entrar a detallar un tema tan recurrido como el de lo siniestro, sólo referiremos la perfecta explicación de Schelling que luego Freud analizará con apoyos etimológicos. Dice Schelling que lo siniestro es aquello que debiendo permanecer oculto se ha revelado. Si Heimlich es lo propio de la casa, lo familiar, su reverso es lo inhóspito, agreste, salvaje, inhospitalario, ominoso. Pero Unheimlich va más allá: es aquello que habiendo sido familiar de revela desconocido e incomprensible. Lo siniestro está íntimamente ligado a lo Bello, es su contracara, su lado oscuro, es el límite mismo de la Belleza. Regis Debray dice que “la belleza es terror domesticado”. Lo siniestro es así inminencia del Terror que aún se contiene a través de lo Bello, lo siniestro no existe sino que insiste tras el velo de la Belleza, pero cuando ésta deja de servir de pantalla, cuando el velo se rasga y aparece lo indómito, lo inminente cobra vida y se revela inmanente. Aparece el Terror.

Phobos. Mosaico. Roma S.IV AD

Pero ¿qué entendemos por Terror? la palabra como tal se deriva de la onomatopeya Trrr que se produce cuando una persona tiembla y chasquea los dientes, por lo cual se emparenta directamente con la palabra griega Tremo que significa temblar y que en latín se convierte en Terreo (hacer temblar) y del cual se desprenden términos como terrible, aterrador, estremecedor. El terror es hermano del miedo: la mitología griega los denomina Phobos (miedo) y Deimos (terror), hijos de Ares (conflicto/guerra) y Afrodita (belleza). Pero Ares (Marte para los latinos) es también dios de la agricultura, regidor de los conflictos del hombre con (y en) la tierra. Afrodita, es decir, la belleza, es la madre del terror y el miedo. Ahora bien, Phobos (Timor para los latinos, del cual surge Temor) ha sido entendido desde cierta complacencia racional como fobia, o cierta emoción controlable y necesaria para la supervivencia. El miedo, en general hace parte de las emociones que equipan nuestro instinto vital de autoprotección. Pero Deimos, el terror, supera las posibilidades psíquicas de asimilación hasta producir la crisis y el desequilibrio racional. Si el miedo es necesario, el terror debe ser objetable, suspendible. He aquí que debe ser domesticado a través del sentimiento de lo bello. Sólo Afrodita puede controlar a su hijo, domeñarlo, pero aún en él una fuerza bélica y discordante pugna por manifestarse. Por supuesto, a través de Afrodita, Deimos parece inofensivo, pero ella no siempre estará allí para evitar que su hijo despierte y quien haya osado mirar demasiado tiempo la belleza se encontrará con la mirada aterradora de su hijo. El velo ha caído, no hay Domus (casa) donde estar, lo que debe estar oculto se revela. Es el mundo de lo siniestro que deviene aterrador.

Mas, aún no acaba la experiencia. Como expresión terrorífica aparece el pavor, es decir, pavire que significa caer a la tierra. Lo siniestro es la caída, el vértigo, la atracción por el abismo: imposible huir, imposible evitarlo. El Terror se produce por la imposibilidad de evitar lo siniestro. Y para el hombre, el homo (humus), ser de la tierra, del barro (tierra y agua), lo inevitable es la Tierra, precisamente. De Ella ha salido, a Ella ha de volver y a veces Ella lo reclama con insistencia y lo ataca con amor feroz hasta tragárselo por completo y devolverlo a los nutrientes primarios de los que había sido formado en aquel mundo derivado de la superficie artificial. Así entre Terror y Tierra existe parentela.

LA TIERRA Y EL TERROR

Tierra es la parte no húmeda del hombre, hecho de barro, es su parte seca. Tierra (de ters = seco) es también Ti era (de Eris = discordia) el espacio de la guerra y el conflicto, mundo de la agricultura y la propiedad privada, el mundo de Ares, padre de Daimon (Terror). Y la Tierra, es decir, lo seco, es también lo hosco, lo impenetrable, es cerrazón y oquedad, el mundo que nos reclama y parece urgido por tomarnos y descomponernos en los elementos primarios de los que estamos hechos. El terror a la tierra es también terror a la descomposición, y sólo nos descomponemos en la muerte, así que el terror a la Tierra es también terror a la muerte y su oscuridad, terror a la profundidad, a ser tragado y engullido, terror al abismo. Y es en la superficie donde aparece aquello que la Tierra ha vomitado, su ferocidad, su líquido ardiente, su pestilencia bacterial y cenagosa. No en vano bosques, ciénagas y cuevas han sido motivo inagotable de expresiones terroríficas en la pintura, la literatura y el cine. El espectáculo ominoso de estos espacios retráctiles que ocultan un misterio a  punto de revelarse, no es otra cosa que la Tierra indisponible para el hombre, indisponible a su vista, oculta para su razón. El mundo de las pulsiones elementales. Es la profundidad de la Tierra, oscura y cerrada para el hombre que, de intentar alguna inmersión tendrá que hacerlo por su cuenta y riesgo. Laberinto de laberintos, el bosque devora al hombre; boca hambrienta, la cueva y la caverna no dudan en tragar aquello que las penetra; caldo primordial, la ciénaga pestilente anuncia la descomposición orgánica. Tal es la expresión terrorífica de la Tierra, su ominosidad retráctil, su cerrazón e impenetrabilidad inevitable. También hay un espacio terráqueo amenazante: la sequedad del desierto que crece, la tierra de fuego, manifestación absoluta de la nada luminosa. Allí el hombre también se pierde, es otra forma de laberinto, línea recta pura, lugar para morir pues todo está muerto, lugar para ser tierra, es decir, para secarse por completo hasta morir. El Homo, expresión también aterradora de la Tierra, oculta a su vez, un mundo de pulsiones elementales incontrolables por la razón, en él también hay oquedad y oscuridad a punto siempre de manifestarse. El terror de la Tierra es también huésped del hombre, en él hay también cavernas, bosques, ciénagas y desiertos. Como bosque y caverna el hombre retorna a su estado prehistórico primitivo y agreste, simiesco; como ciénaga el hombre regresa a su dimensión anfibia, al mar, el desierto húmedo, agua estéril, pero también al río, al agua primordial, a su estatus de reptil. El estado de Terror convoca, precisamente, al cerebro reptil, su parte más profunda y cenagosa. Hay espacios de Tierra aterradores, sí, pero hoy el mundo está contemplando la manifestación terrorífica de la Tierra. Quizás en ningún otro arte como en el cine, se ha reflejado el terror popular a la tierra. El cine ahora es una suerte de mausoleo de engendros, una galería monstruosa que expresa cuánto le teme el hombre a la Tierra. Poco a poco, entonces acudiremos a imágenes cinematográficas que expresan este vínculo Tierra-Terror. Antes, sin embargo, debemos acudir a un concepto inevitable a través del cual ha sido comprendida la Tierra: la Naturaleza.  (FIN DE LA PARTE 1)

LAS CUATRO FASES DEL ATOMISMO.



Juan Diego Parra

El materialismo atomista puede reconocerse desde tres fases: la democrítea, la epicúrea y la lucreciana. La primera, que modula sutilmente la idea de Leucipo acerca del átomo y el vacío, insiste en una “invisibilidad” de lo real que sólo se revela a través de cuerpos compuestos que terminan por legalizarse culturalmente como apariencias sensibles. Para Demócrito hay un fondo real que no se puede ver y que está fuera del alcance de la razón misma, por lo cual los átomos de los cuales se constituye lo apariencial es la gran intuición humana, la demostración de que el entendimiento se conecta con aquello que no puede verse ni demostrarse. De hecho, según la tesis de Leucipo acerca de los dioses como entidades intermediarias similares a los sueños, las emociones y las ideas, el atomismo democríteo aún mantiene cierta desazón frente a lo que le es “negado” al hombre, aquello que desde sus capacidades nunca será reconocido o que quizás sólo podrá ser entrevisto desde estados de relajación racional tal que serán inútiles para la vida práctica. Sueños, emociones e ideas no son irreales, pero su percepción está de tal manera velada que frente a ellos, como frente a los dioses, nada puede hacerse en acto, nuestra posición es indefectiblemente reaccionaria, reactiva. Por esto Demócrito propone la indiferencia como valor ético de recuperar la autarquía. Para él, indiferencia significa apartamiento de lo sensible engañoso, en función de un acercamiento a una instancia verdadera que subyace tras lo aparente. Vibra, a pesar de todo, lo metafísico en Demócrito: no dice que lo apariencial no exista, pero se niega a aceptar, como la sofística, que todo deba reducirse a este juego teatral y enmascarado, para él hay algo que no se ve y que es, precisamente, lo más importante. El fondo invisible democríteo contrasta con el “fuera de la caverna” platónico sólo circunstancialmente, de acuerdo a la emoción suscitada: Demócrito reconoce que tal fondo le está negado al hombre y abre las puertas del escepticismo; Platón propone “salir” del fondo y abre la ruta idealista. Para el primero sólo queda contentarse con el residuo aparente del mundo que está en lo profundo; para el segundo hay que entusiasmarse con la posibilidad de volar hacia la trascendencia de las alturas. Pero notemos que la diferencia de ambos está en el resultado de sus intuiciones y no en el impulso de ellas: existe una instancia más real que la que percibimos por nuestros sentidos.

Sin embargo, de Leucipo Demócrito toma la idea de los átomos y el vacío, el vacuo que se identifica con lo que no-es. Esto abre una interesante idea retomada muchísimos siglos después con respecto a la anti-materia y la posibilidad de campos (espacios) de succión y supresión, entrópicos, en los que las “leyes” no funcionan tal y como la razón las conoce. Si hay vacuo el espacio “natural” de lo dado corre el riesgo de modificarse y de hacerlo, la instancia última, el fondo invisible terminará por modificarse sin que nos demos cuenta, de tal suerte que, y aunque Demócrito lo vea imposible, si hipotéticamente llegásemos a reconocerlo, aquello que veríamos no es lo que siempre ha sido, sino algo que ha cambiado (seguramente no sólo una vez), pero que al encontrarlo después de una ardua búsqueda, nosotros tomemos como lo que siempre estuvo allí. Así, aunque aún no parece en disposición de aceptarlo, Demócrito al plantear que aquello que nosotros percibimos es sólo el producto de un “valor de convención”, el hecho de reconocer lo trascendente no podría entenderse de otra manera más que como aceptación de la conveniente convención. Tal razón es más que suficiente para que Platón, como lo recuerda Aristojeno, quisiera quemar los escritos de Demócrito: su obra debía indigestarlo demasiado debido a la no tan velada ridiculización a la que podría exponerse. La trascendencia platónica no sería más que un ardid de la convención que demuestra la imposibilidad planteada por Demócrito de reconocer lo real. Nace el escepticismo, como un intento de conformidad entre el eleatismo y el heraclitismo, entre lo inmóvil y lo moviente. Pero, si somos precisos, aún no podríamos afirmar un completo materialismo. Sólo Epicuro podrá unir la disposición ante lo real democrítea con una comprensión material del mundo. Comprensión que determinará, como lo analiza perfectamente Marx, una inserción directa de los sentidos, despreciados por Demócrito, en el concurso de lo real, para demostrar la indiferencia “natural” ante el actuar humano, por parte de la naturaleza, cambiante por definición. De aquí que lo real, literalmente, se atomice refutando la unidad y, como consecuencia, toda idea de arraigo espiritualista que exponga planos de existencia divinos y deificados que definan lo eterno. Así, los hombres sólo pueden acercarse a lo unitario e inmóvil desde una convención (doxa), atribuyendo a posteriori las ideas resultantes de lo pensado, con lo cual convierten lo posterior en anterior y cierran el círculo. El sentido de esto es que las propiedades del mundo son atribuciones humanas, con lo cual lo natural humano no necesariamente conviene con lo natural profundo proclamado por Demócrito.

Insistamos, sin embargo, que el fondo natural incomprensible no es determinante en el pensamiento epicúreo, comprometido con la lucha contra la superstición y el miedo a lo sobrenatural. En este sentido es muy válida la lectura de M. Onfray en la que se propone una fisiología filosófica de Epicuro en la que parece tender lazos invisibles con Spinoza. Ni las alturas platónicas ni las profundidades democríteas, sino el impulso fisiológico que abre las posibilidades conceptuales más allá del organismo, para hacer del cuerpo un proceso en constante organización y reconformación. Las cualidades, formas, figuras y magnitudes son mudables y cambiantes, por lo cual el cuerpo es algo más de lo que se ve, escucha y palpa. De aquí que sea necesaria la reinterpretación del escepticismo democríteo, ahora ya no aplicado al conocimiento englobado de lo real-natural, sino hacia la convención con que los hombres asumen los conocimientos. Epicuro reorganiza el atomismo hacia un plano menos esencialista y reinserta la posibilidad de validar los sentidos (del cuerpo) como forma de asumir lo real. El uso de los sentidos implica capacidad de reconocimiento del cuerpo mismo como placa de receptividad que reacciona y se emociona. Dicho reconocimiento permitirá, en función de la disciplina adecuada, la soberanía y la autarquía sobre las pasiones. El tema es pues, más allá del mundo, cómo podemos relacionarnos con él: si nos engañamos, si lo sufrimos o si lo disfrutamos. Epicuro no pone en cuestión el mundo mismo, como lo hará Lucrecio, sino que determinará las posibilidades de relacionarnos de manera adecuada con él. Por esta razón para Epicuro no es importante el problema del origen del mundo, y de hecho dice que “el universo es tal cual como siempre ha sido”, eludiendo la posibilidad de la formación primigenia, ante la urgencia por enfrentar aquello con lo que (y a lo que) debemos conformarnos. El tema aquí es más profundo de lo que parece: podríamos decir que en esta decisión epicúrea por evadir el problema del origen implica desconocer la esencialidad del origen mismo. Es decir, el pasado es una idea plantada desde el presente para contrastar dos épocas y lo natural-originario no es más que un proceso artificioso de “naturalización” en el que se plantan las bases del reconocimiento tanto físico como metafísico. El mundo con el que se relaciona nuestro cuerpo no es propiamente “natural” sino una construcción artificiosa legitimada por la tradición y la cultura. Y allí sí que encontramos el gran problema humano, casi rodeando las preocupaciones del cinismo griego acerca de la cultura y la ciudad: el artificio social perturba el curso natural del hombre, por lo que se trata de cultivar el jardín, de controlar los deseos, cuantificar y calcular los placeres y las emociones. El mundo epicúreo es, pues, un eterno moverse infinito e ilimitado en el que la materia atómica sin cualidades, infinita e ilimitada, viaja en el espacio vacío infinito e ilimitado. Sin límites, el punto de partida o de llegada es artificio convencional. Tal es la audacia epicúrea para evadir el problema del origen y a la vez enfrentar las determinaciones platónico-aristotélicas de las ideas y las formas. A partir de allí puede ofrecer un mundo totalmente material con el que hemos de vernos para tomar decisiones que correspondan con el curso “natural” del eterno moverse sin detenciones, el curso “natural” de una naturaleza sin “leyes” ni “reglas”, sin puntos de partida que glorificar o puntos de llegada que anhelar. He aquí que los dioses deban desaparecer por fin, atrapados definitivamente en la amalgama simulacral, en sueños y fantasías que orientan, como las ideas (ideales e ideologías), los deseos no-naturales, artificiosos, de la superstición religiosa y política. Sin dioses mirar al cielo no tiene sentido... Epicuro es totalmente indigesto, y a parte su indiferencia a la dinámica social casi lo convierte en repulsivo, nada plausible. Las críticas ciceronianas y el nada ingenuo desinterés por su doctrina, han de provenir de esta distancia infranqueable de Epicuro por el espectáculo, la representación y la apariencia. Nada de esto debía motivar mucho a Cicerón que decide prácticamente descartarlo de sus reflexiones, cuando no perturbar la interpretación introduciendo las variantes lucrecianas como gérmenes epicúreos que hubieron de retomarse en forma de malestar de época.

La mayoría de los analistas de Epicuro tienden a fundirlo con Lucrecio. En esto hay que llamar la atención como lo hace de manera brillante Clement Rosset en La Anti-Naturaleza. Lucrecio plantea el problema del azar a través del clinamen o desviación espontánea de los átomos. Con este solo término enlaza ciertos hilos desprendidos de la física epicúrea para darle paso al problema del origen, el cual se desprende totalmente de la noción de necesidad que, según Cicerón, ya había proclamado Demócrito en función de los átomos. Del naturalismo escéptico democríteo, se pasa al ateísmo materialista epicúreo y por fin se llega al artificialismo trágico de Lucrecio. En todos se presenta la salida ataráxica, pero con matices significativos que no pueden despreciarse en una reflexión de este tipo: Demócrito se aleja de los sentidos, Epicuro de la ciudad y su espectáculo, Lucrecio de la naturaleza. Esta secuencia casi siempre se interpreta al revés, tomando a Epicuro por Lucrecio y a Demócrito por Epicuro. No insistiré aquí en el análisis sobre la propiedad conceptual del clinamen, expuesto por Rosset quien, sin ambages se lo adjudica a Lucrecio, a pesar de Cicerón, sin embargo vale reflexionar o por lo menos enunciar las razones por las que estos tres filósofos siempre han ocupado posiciones secundarias en la filosofía y sólo hoy, gracias al pensamiento francés a través de los análisis de Foucault, Deleuze y Serres y un poco al fenómeno mediático de Onfray, empiezan a ser realmente valorados. Demócrito, ya sabemos, denostado por Platón. Epicuro, víctima de la campaña negra en su contra por los academicistas griegos, y continuada sistemáticamente por el estoicismo latino hasta la prácticamente supresión por parte del cristianismo. Lucrecio, por los fundamentalismos de la iglesia católica y el materialismo mecanicista que nunca supo cómo entender la noción de clinamen. Algunos que, conciente o inconcientemente, se inscriben en esta línea han sufrido un destino similar de descrédito e infamia: Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche y Bergson. Hasta hoy quizás sólo Nietzsche ha resistido los ataques históricos, aunque a riesgo de ser valorado por fuerzas no siempre deseables, como el totalitarismo alemán que, desde las hábiles interpretaciones heideggerianas, obligaron a reconsiderar las bases mismas del pensamiento griego. Marx, a su vez, con ciertas libertades hermenéuticas, logró renacer a Epicuro. Por otro lado, la presencia subrepticia del materialismo, a través del empirismo de Hume y toda la discusión acerca de la dinámica perceptiva, presentada por la fenomenología (con la potente crítica que le ofrece Bergson), sumadas al veloz desarrollo de la química, la biología y la neurología, tienen por consecuencia la necesaria reflexión actual acerca del comportamiento planetario como un gran sistema, una gran molécula (o quizás un gran átomo), en el que el hombre es sólo el producto afortunado de innumerables cruces y combinaciones, es decir, sólo un compuesto en vías de descomposición. Los atomistas greco-latinos, entonces, no están antes de nosotros, cuando menos son nuestros contemporáneos, aunque quizás debemos decir, si logramos asumir el valor de la mecánica hidráulica, que son nuestro futuro. Es decir, estamos apenas entrando en una cuarta fase del atomismo y de ella hacen parte toda una corriente, ya no de filósofos, sino de geósofos. De la sospecha por los sentidos de Demócrito a la conformación del cuerpo epicúrea, pasando por la reflexión trágica por el azar, ahora nuestro problema es La Tierra, Gea, el mundo de las mezclas, gran molécula que “parece” bailar en el vacío.