viernes, 19 de noviembre de 2010

LAS CUATRO FASES DEL ATOMISMO.



Juan Diego Parra

El materialismo atomista puede reconocerse desde tres fases: la democrítea, la epicúrea y la lucreciana. La primera, que modula sutilmente la idea de Leucipo acerca del átomo y el vacío, insiste en una “invisibilidad” de lo real que sólo se revela a través de cuerpos compuestos que terminan por legalizarse culturalmente como apariencias sensibles. Para Demócrito hay un fondo real que no se puede ver y que está fuera del alcance de la razón misma, por lo cual los átomos de los cuales se constituye lo apariencial es la gran intuición humana, la demostración de que el entendimiento se conecta con aquello que no puede verse ni demostrarse. De hecho, según la tesis de Leucipo acerca de los dioses como entidades intermediarias similares a los sueños, las emociones y las ideas, el atomismo democríteo aún mantiene cierta desazón frente a lo que le es “negado” al hombre, aquello que desde sus capacidades nunca será reconocido o que quizás sólo podrá ser entrevisto desde estados de relajación racional tal que serán inútiles para la vida práctica. Sueños, emociones e ideas no son irreales, pero su percepción está de tal manera velada que frente a ellos, como frente a los dioses, nada puede hacerse en acto, nuestra posición es indefectiblemente reaccionaria, reactiva. Por esto Demócrito propone la indiferencia como valor ético de recuperar la autarquía. Para él, indiferencia significa apartamiento de lo sensible engañoso, en función de un acercamiento a una instancia verdadera que subyace tras lo aparente. Vibra, a pesar de todo, lo metafísico en Demócrito: no dice que lo apariencial no exista, pero se niega a aceptar, como la sofística, que todo deba reducirse a este juego teatral y enmascarado, para él hay algo que no se ve y que es, precisamente, lo más importante. El fondo invisible democríteo contrasta con el “fuera de la caverna” platónico sólo circunstancialmente, de acuerdo a la emoción suscitada: Demócrito reconoce que tal fondo le está negado al hombre y abre las puertas del escepticismo; Platón propone “salir” del fondo y abre la ruta idealista. Para el primero sólo queda contentarse con el residuo aparente del mundo que está en lo profundo; para el segundo hay que entusiasmarse con la posibilidad de volar hacia la trascendencia de las alturas. Pero notemos que la diferencia de ambos está en el resultado de sus intuiciones y no en el impulso de ellas: existe una instancia más real que la que percibimos por nuestros sentidos.

Sin embargo, de Leucipo Demócrito toma la idea de los átomos y el vacío, el vacuo que se identifica con lo que no-es. Esto abre una interesante idea retomada muchísimos siglos después con respecto a la anti-materia y la posibilidad de campos (espacios) de succión y supresión, entrópicos, en los que las “leyes” no funcionan tal y como la razón las conoce. Si hay vacuo el espacio “natural” de lo dado corre el riesgo de modificarse y de hacerlo, la instancia última, el fondo invisible terminará por modificarse sin que nos demos cuenta, de tal suerte que, y aunque Demócrito lo vea imposible, si hipotéticamente llegásemos a reconocerlo, aquello que veríamos no es lo que siempre ha sido, sino algo que ha cambiado (seguramente no sólo una vez), pero que al encontrarlo después de una ardua búsqueda, nosotros tomemos como lo que siempre estuvo allí. Así, aunque aún no parece en disposición de aceptarlo, Demócrito al plantear que aquello que nosotros percibimos es sólo el producto de un “valor de convención”, el hecho de reconocer lo trascendente no podría entenderse de otra manera más que como aceptación de la conveniente convención. Tal razón es más que suficiente para que Platón, como lo recuerda Aristojeno, quisiera quemar los escritos de Demócrito: su obra debía indigestarlo demasiado debido a la no tan velada ridiculización a la que podría exponerse. La trascendencia platónica no sería más que un ardid de la convención que demuestra la imposibilidad planteada por Demócrito de reconocer lo real. Nace el escepticismo, como un intento de conformidad entre el eleatismo y el heraclitismo, entre lo inmóvil y lo moviente. Pero, si somos precisos, aún no podríamos afirmar un completo materialismo. Sólo Epicuro podrá unir la disposición ante lo real democrítea con una comprensión material del mundo. Comprensión que determinará, como lo analiza perfectamente Marx, una inserción directa de los sentidos, despreciados por Demócrito, en el concurso de lo real, para demostrar la indiferencia “natural” ante el actuar humano, por parte de la naturaleza, cambiante por definición. De aquí que lo real, literalmente, se atomice refutando la unidad y, como consecuencia, toda idea de arraigo espiritualista que exponga planos de existencia divinos y deificados que definan lo eterno. Así, los hombres sólo pueden acercarse a lo unitario e inmóvil desde una convención (doxa), atribuyendo a posteriori las ideas resultantes de lo pensado, con lo cual convierten lo posterior en anterior y cierran el círculo. El sentido de esto es que las propiedades del mundo son atribuciones humanas, con lo cual lo natural humano no necesariamente conviene con lo natural profundo proclamado por Demócrito.

Insistamos, sin embargo, que el fondo natural incomprensible no es determinante en el pensamiento epicúreo, comprometido con la lucha contra la superstición y el miedo a lo sobrenatural. En este sentido es muy válida la lectura de M. Onfray en la que se propone una fisiología filosófica de Epicuro en la que parece tender lazos invisibles con Spinoza. Ni las alturas platónicas ni las profundidades democríteas, sino el impulso fisiológico que abre las posibilidades conceptuales más allá del organismo, para hacer del cuerpo un proceso en constante organización y reconformación. Las cualidades, formas, figuras y magnitudes son mudables y cambiantes, por lo cual el cuerpo es algo más de lo que se ve, escucha y palpa. De aquí que sea necesaria la reinterpretación del escepticismo democríteo, ahora ya no aplicado al conocimiento englobado de lo real-natural, sino hacia la convención con que los hombres asumen los conocimientos. Epicuro reorganiza el atomismo hacia un plano menos esencialista y reinserta la posibilidad de validar los sentidos (del cuerpo) como forma de asumir lo real. El uso de los sentidos implica capacidad de reconocimiento del cuerpo mismo como placa de receptividad que reacciona y se emociona. Dicho reconocimiento permitirá, en función de la disciplina adecuada, la soberanía y la autarquía sobre las pasiones. El tema es pues, más allá del mundo, cómo podemos relacionarnos con él: si nos engañamos, si lo sufrimos o si lo disfrutamos. Epicuro no pone en cuestión el mundo mismo, como lo hará Lucrecio, sino que determinará las posibilidades de relacionarnos de manera adecuada con él. Por esta razón para Epicuro no es importante el problema del origen del mundo, y de hecho dice que “el universo es tal cual como siempre ha sido”, eludiendo la posibilidad de la formación primigenia, ante la urgencia por enfrentar aquello con lo que (y a lo que) debemos conformarnos. El tema aquí es más profundo de lo que parece: podríamos decir que en esta decisión epicúrea por evadir el problema del origen implica desconocer la esencialidad del origen mismo. Es decir, el pasado es una idea plantada desde el presente para contrastar dos épocas y lo natural-originario no es más que un proceso artificioso de “naturalización” en el que se plantan las bases del reconocimiento tanto físico como metafísico. El mundo con el que se relaciona nuestro cuerpo no es propiamente “natural” sino una construcción artificiosa legitimada por la tradición y la cultura. Y allí sí que encontramos el gran problema humano, casi rodeando las preocupaciones del cinismo griego acerca de la cultura y la ciudad: el artificio social perturba el curso natural del hombre, por lo que se trata de cultivar el jardín, de controlar los deseos, cuantificar y calcular los placeres y las emociones. El mundo epicúreo es, pues, un eterno moverse infinito e ilimitado en el que la materia atómica sin cualidades, infinita e ilimitada, viaja en el espacio vacío infinito e ilimitado. Sin límites, el punto de partida o de llegada es artificio convencional. Tal es la audacia epicúrea para evadir el problema del origen y a la vez enfrentar las determinaciones platónico-aristotélicas de las ideas y las formas. A partir de allí puede ofrecer un mundo totalmente material con el que hemos de vernos para tomar decisiones que correspondan con el curso “natural” del eterno moverse sin detenciones, el curso “natural” de una naturaleza sin “leyes” ni “reglas”, sin puntos de partida que glorificar o puntos de llegada que anhelar. He aquí que los dioses deban desaparecer por fin, atrapados definitivamente en la amalgama simulacral, en sueños y fantasías que orientan, como las ideas (ideales e ideologías), los deseos no-naturales, artificiosos, de la superstición religiosa y política. Sin dioses mirar al cielo no tiene sentido... Epicuro es totalmente indigesto, y a parte su indiferencia a la dinámica social casi lo convierte en repulsivo, nada plausible. Las críticas ciceronianas y el nada ingenuo desinterés por su doctrina, han de provenir de esta distancia infranqueable de Epicuro por el espectáculo, la representación y la apariencia. Nada de esto debía motivar mucho a Cicerón que decide prácticamente descartarlo de sus reflexiones, cuando no perturbar la interpretación introduciendo las variantes lucrecianas como gérmenes epicúreos que hubieron de retomarse en forma de malestar de época.

La mayoría de los analistas de Epicuro tienden a fundirlo con Lucrecio. En esto hay que llamar la atención como lo hace de manera brillante Clement Rosset en La Anti-Naturaleza. Lucrecio plantea el problema del azar a través del clinamen o desviación espontánea de los átomos. Con este solo término enlaza ciertos hilos desprendidos de la física epicúrea para darle paso al problema del origen, el cual se desprende totalmente de la noción de necesidad que, según Cicerón, ya había proclamado Demócrito en función de los átomos. Del naturalismo escéptico democríteo, se pasa al ateísmo materialista epicúreo y por fin se llega al artificialismo trágico de Lucrecio. En todos se presenta la salida ataráxica, pero con matices significativos que no pueden despreciarse en una reflexión de este tipo: Demócrito se aleja de los sentidos, Epicuro de la ciudad y su espectáculo, Lucrecio de la naturaleza. Esta secuencia casi siempre se interpreta al revés, tomando a Epicuro por Lucrecio y a Demócrito por Epicuro. No insistiré aquí en el análisis sobre la propiedad conceptual del clinamen, expuesto por Rosset quien, sin ambages se lo adjudica a Lucrecio, a pesar de Cicerón, sin embargo vale reflexionar o por lo menos enunciar las razones por las que estos tres filósofos siempre han ocupado posiciones secundarias en la filosofía y sólo hoy, gracias al pensamiento francés a través de los análisis de Foucault, Deleuze y Serres y un poco al fenómeno mediático de Onfray, empiezan a ser realmente valorados. Demócrito, ya sabemos, denostado por Platón. Epicuro, víctima de la campaña negra en su contra por los academicistas griegos, y continuada sistemáticamente por el estoicismo latino hasta la prácticamente supresión por parte del cristianismo. Lucrecio, por los fundamentalismos de la iglesia católica y el materialismo mecanicista que nunca supo cómo entender la noción de clinamen. Algunos que, conciente o inconcientemente, se inscriben en esta línea han sufrido un destino similar de descrédito e infamia: Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche y Bergson. Hasta hoy quizás sólo Nietzsche ha resistido los ataques históricos, aunque a riesgo de ser valorado por fuerzas no siempre deseables, como el totalitarismo alemán que, desde las hábiles interpretaciones heideggerianas, obligaron a reconsiderar las bases mismas del pensamiento griego. Marx, a su vez, con ciertas libertades hermenéuticas, logró renacer a Epicuro. Por otro lado, la presencia subrepticia del materialismo, a través del empirismo de Hume y toda la discusión acerca de la dinámica perceptiva, presentada por la fenomenología (con la potente crítica que le ofrece Bergson), sumadas al veloz desarrollo de la química, la biología y la neurología, tienen por consecuencia la necesaria reflexión actual acerca del comportamiento planetario como un gran sistema, una gran molécula (o quizás un gran átomo), en el que el hombre es sólo el producto afortunado de innumerables cruces y combinaciones, es decir, sólo un compuesto en vías de descomposición. Los atomistas greco-latinos, entonces, no están antes de nosotros, cuando menos son nuestros contemporáneos, aunque quizás debemos decir, si logramos asumir el valor de la mecánica hidráulica, que son nuestro futuro. Es decir, estamos apenas entrando en una cuarta fase del atomismo y de ella hacen parte toda una corriente, ya no de filósofos, sino de geósofos. De la sospecha por los sentidos de Demócrito a la conformación del cuerpo epicúrea, pasando por la reflexión trágica por el azar, ahora nuestro problema es La Tierra, Gea, el mundo de las mezclas, gran molécula que “parece” bailar en el vacío.

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